Los argentinos están furiosos. Rabian contra su gobierno. Les ocurre cada cierto tiempo. Es la hora –el día, la semana, el mes—de los cacerolazos. Y no es para menos: en medio de una larga etapa de bonanza en los precios de los productos agrícolas, la presidenta Cristina Fernández se las ha arreglado para crear las condiciones de una perfecta tormenta económica.
El país sufre una de las tasas de inflación más altas de América Latina, depreciación galopante de la moneda, controles absurdos, enorme gasto público, corrupción generalizada, aumento notable de la delincuencia, falta casi total de inversiones extranjeras y un verdadero estado policíaco en materia fiscal, con perros adiestrados para detectar dólares.
Está prohibidísimo tratar de salvar los ahorros colocándolos fuera de las fronteras nacionales. Hay que depositarlos dócilmente en los bancos locales para que los confisquen en el próximo corralito. Lo patriótico es dejarse robar mientras se tararea dulcemente “Devórame otra vez”.
Paseo por la ruidosa calle Florida y cada cinco metros hay un caballero que me ofrece a gritos cambiar dólares por pesos. No se esconden. El dólar oficial está a 5.12 por uno. El “blue” está a 8.30. Le llaman blue para no llamarlo negro. No sé si lo hacen por deferencia con Obama –la corrección política es insondable–, o porque, aunque es ilegal, nadie lo persigue. Es una brutal diferencia de más de un 60%.
Eso quiere decir que, para los argentinos, que cobran en moneda nacional, el país está caro, pero con dólares resulta barato, lo que provoca una avidez enfermiza por acaparar dólares, aumenta el valor de la moneda norteamericana, dispara la inflación y reduce progresivamente el poder adquisitivo de la magullada divisa nacional. Es el camino del despeñadero que tan bien conocen los habitantes de este sufrido país.
Es, además, una vieja historia que se repite cíclicamente. Hace años, conocí en Madrid a un discreto cordobés –de la Córdoba argentina- que había perdido toda ilusión con una nación, decía, bipolar, que una veces vivía en medio de la euforia más desenfrenada y otras caía en una profunda depresión. Digamos que se llamaba Roberto y que alguna vez había sido dentista.
Yo le aseguraba que un país con esas fabulosas riquezas naturales, poblado por una sociedad educada y creativa que hace setenta años estaba en la proa del planeta, volvería a recobrar su importancia relativa tan pronto fuera gobernado con sensatez y probidad.
Roberto sonreía con cierto pesimismo. Sostenía que esta recuperación no sucedería nunca. Estaba convencido de que la variante asistencialista-clientelista entronizada por el peronismo era una enfermedad incurable que generaba un progresivo deterioro material y espiritual del que no podrían escapar nunca.
Pese a sus quejas, como era una persona inteligente y con algunos ahorros, mi amigo cordobés, lejos de amilanarse, vivía de identificar los ciclos del trastorno. En etapas de depresión compraba unos buenos pisos en las zonas mejores de Buenos Aires, esperaba la llegada de las vacas gordas, y entonces los vendía.
Me contó que el ciclo solía completarse en unos ocho años y, si las cosas iban bien, le dejaba un saldo positivo de dos o tres millones de dólares que luego sacaba por Uruguay y los dejaba a buen recaudo hasta que se produjera la próxima catástrofe. (Ahora, por ejemplo).
En principio parecía que Roberto vivía del mercado, pero eso era parcialmente cierto. En realidad, explotaba la estupidez ajena. Vivía de la infinita incompetencia de unos gobiernos insensatos que provocaban con su conducta la depreciación del valor de la moneda, que es la forma más rápida y directa de empobrecer a las personas.
Vivía de políticos y funcionarios que no entendían que una de las mayores responsabilidades de los gobernantes es mantener el valor y la estabilidad del dinero, porque ese es el punto de partida de los intercambios económicos y, por ende, de la convivencia sosegada.
Es muy probable que este nuevo vendaval que sufren los argentinos termine por desacreditar y barrer totalmente al gobierno de Cristina Fernández de Kirchner. Es lo que suele ocurrir en la fase depresiva del ciclo. Los gobernantes también se devalúan.