Rafael Correa, el presidente de los ecuatorianos, es un personaje contradictorio hasta bordear la esquizofrenia. Tiene, por lo menos, dos caras. Veamos.
A veces utiliza un lenguaje de izquierda y se proclama partidario del socialismo radical, pero otras es un católico conservador, adversario del matrimonio gay, que se emociona conversando con el papa Francisco.
Se presenta como un demócrata, pero sostiene una visión retorcida de los valores de la libertad y opina que Fidel Castro no es un dictador, que Gadaffi es una figura injustamente “maltratada”, y que el tiranuelo antisemita Ahmadineyad, un peligroso guerrerista que amenaza con ahogar a los israelíes en el mar, o destruirlos con armas atómicas, es un venerable personaje, aliado de su país, quien, naturalmente, considera al ecuatoriano como su “solidario hermano y amigo”.
Correa, que da lecciones de economía al Banco Central Europeo, y asegura ser un gobernante que favorece al ser humano antes que al capital, renuncia al ambientalismo de sus primeros tiempos, se enfrenta a las comunidades indígenas, opta por un modelo rabiosamente extractivo, y propone una ley para la explotación del subsuelo que les da grandes ventajas a las empresas mineras.
No obstante, mientras, por una parte, el gobierno de Correa con esa nueva ley de minería parece invitar a las empresas y capitales extranjeros a invertir en el país, por la otra, es incapaz de llegar a un acuerdo con la compañía minera canadiense Kinross -notable por sus programas sociales dentro de la llamada “responsabilidad social corporativa”-, la cual prefiere abandonar Ecuador en agosto próximo ante la falta de seguridad jurídica que sufren las compañías extranjeras (y nacionales).
Correa es muy sensible frente al lenguaje crítico de la prensa, pero una fundación ecuatoriana contó (y luego un parlamentario de oposición reportó) 171 insultos y agravios vertidos contra sus adversarios en sus conferencias de prensa y alocuciones radiales.
Utiliza palabras impropias de un presidente, como “perro”, “ladilla”, “ladrón”, “cara de estreñido”. A la periodista Sandra Ochoa la llamó públicamente “gordita horrorosa”, sin la menor consideración por su género o porque la señora estaba haciendo su labor de hacer preguntas incómodas.
Correa, como muestra de su respeto a la ley, asegura que no hay ningún periodista preso, pero su gobierno se ocupa de perseguir hasta la exclusión a profesionales como Emilio Palacio, quien debió exiliarse por temor a ser encarcelado, Carlos Vera, Carlos Jijón, Jorge Ortiz o José Hernández, por sólo mencionar a algunos de los más prestigiosos. No los encarcela, pero trata de someterlos por hambre. Eso no lo hace un político realmente demócrata.
Ahora mismo, Jaime Mantilla, director del diario Hoy y presidente de la Sociedad Interamericana de Prensa, está bajo un fuerte ataque que incluye presiones económicas y campañas de descrédito conocidas como “asesinatos de la reputación” para obligarlo a desdecirse o a rectificar una información que a sus reporteros les parece correcta.
Esas campañas, del más claro estilo goebbeliano, sin ningún respeto por la verdad y la decencia, las orquestan desde la Secretaría de Comunicaciones de la Presidencia, verdadero Ministerio de la Verdad. (A mí me acusaron calumniosamente de fomentar un ridículo e inexistente golpe militar por haber presentado cortésmente al ex presidente Lucio Gutiérrez en una conferencia dada en Miami, invitado por el Interamerican Institute for Democracy).
En fin, ¿cómo puede definirse este contradictorio personaje? A mi juicio, es un autócrata emocionalmente inmaduro e intelectualmente incompetente, que no comprende que los gobernantes demócratas realmente exitosos, creadores de riqueza y de estabilidad, se colocan bajo la autoridad de la ley, buscan consensos, practican la cordialidad cívica con sus adversarios, respetan la separación de poderes y no se dedican a perseguir a la prensa.
Esos buenos estadistas entienden que la función de los periodistas es juzgar la conducta de los políticos y funcionarios, y no al revés. Saben que esa prensa crítica, por incómoda que resulte, y a pesar de los excesos que a veces comete, desempeña el papel fundamental de levantar auditorías, descubrir corruptelas, denunciar negligencias y señalar costosas estupideces que deben costear los trabajadores con sus impuestos. Gracias a ella los gobiernos son mejores.
Sólo hay un dato que redime a Correa y genera alguna esperanza: ha asegurado que no volverá a aspirar a la presidencia. Ojalá que cumpla su promesa.