El gobierno de Estados Unidos está seriamente empeñado en que se multipliquen los intercambios estudiantiles internacionales. El nombre de la iniciativa no tiene una fácil traducción al español: 100 000 Strong Educational Exchange, pero el concepto se entiende sin dificultad.
Washington quiere alentar a cien mil norteamericanos a que estudien en China y a otros tantos chinos (eso es más fácil) a que estudien en Estados Unidos. El proyecto también abarca a América Latina. La administración de Obama desea que 100.000 latinoamericanos se matriculen en las universidades de Estados Unidos y viceversa.
A mi juicio, será mucho más sencillo encontrar cien mil estudiantes latinoamericanos, o un millón, o diez millones, dispuestos a viajar hacia el norte, especialmente si existen becas, que conseguir movilizar a un número similar de estadounidenses que se desplacen hacia el sur.
La hipótesis pedagógica establece que el conocimiento directo de otras culturas y otros idiomas contribuye a eliminar prejuicios y a multiplicar virtudes. Desasna y universaliza. Paralelamente, ese tipo de experiencia vital sirve para desechar suposiciones preconcebidas que no resisten el contacto con la realidad. Recuerdo el caso de varios amigos cubanos y peruanos que abandonaron el comunismo tras estudiar en la Unión Soviética. Cuando conocieron el socialismo real quedaron espantados.
La tesis económica postula que al vivir y estudiar en Estados Unidos, muchos extranjeros se familiarizarán con la investigación y el emprendimiento, de manera que al regresar a sus países, serán más innovadores y productivos. Al aprender cómo se vive y trabaja en la nación más exitosa del planeta (pese a sus fallas y defectos), sin proponérselo propagarán las creencias, saberes y quehaceres que han potenciado ese liderazgo.
¿Por qué Washington lo hace? En primer lugar, sospecho, porque entre los políticos más previsores existe el convencimiento de que es preferible vivir rodeado de amigos prósperos que de enemigos pobres y resentidos. Para Estados Unidos es más seguro y placentero que el mundo se parezca a Canadá antes que a Corea del Norte. Disminuyen los conflictos, se multiplican las transacciones, todos nos beneficiamos, y aquí paz y en el cielo gloria.
En segundo lugar, por cierto instinto filantrópico, mezclado con intereses políticos, que yace en la cultura norteamericana. Es muy conveniente estimular el desarrollo económico latinoamericano. En los sesenta, por ejemplo, la Alianza para el Progreso se tragó 30.000 millones de dólares inútilmente. Esa voluntad de ayuda no es tan intensa como en los países escandinavos, pero existe y se manifiesta de diversas maneras.
En tercero, porque nadie duda de que es útil mejorar la deficiente educación norteamericana en materias como la geografía, la historia y las lenguas del resto de la humanidad. Es una fórmula para ayudar al prójimo y beneficiarse a sí mismo. Magnífico.
No se trata, por supuesto, de una labor de relaciones públicas, por lo menos en América Latina. Washington no la necesita. Contrario a la más extendida superstición, la percepción de Estados Unidos entre los latinoamericanos es bastante buena. Cada cierto tiempo, Latinobarómetro mide ese fenómeno y confirma que la verdadera opinión pública contradice a la prejuiciada opinión publicada.
Como promedio, el 77% de los latinoamericanos afirma poseer una buena opinión de Estados Unidos. Los que más dicen admirar a los poderosos vecinos son los dominicanos, salvadoreños, panameños y hondureños. Aproximadamente, un 90% de ellos aprecian notablemente a Estados Unidos. Los que menos lo quieren son los argentinos, pero incluso en ese país el 54%, es decir, la mayoría, también comparte un buen criterio sobre los norteamericanos.
A mi juicio, será más fácil lograr que chinos, latinoamericanos, europeos y africanos se empapen en la cultura norteamericana y se beneficien de ese contacto que al revés. Es una especie de regla universal de la dispersión e impacto de la influencia. Cuando Atenas fue el centro del mundo, miraba al resto con desdén. La palabra bárbaro describía, precisamente, al extranjero, a cualquier extranjero. Cuando le tocó a Roma, actuó de la misma manera. La paradoja (y la maldición) de las grandes naciones es que, por mirarse el ombligo, acaban por ser culturalmente provincianas. En todo caso, no está nada mal intentar corregir esa deficiencia.