¿Por qué los latinoamericanos apenas inventamos o innovamos? El periodista Andrés Oppenheimer, colaborador de CNN y de otros cien medios de comunicación, ha retomado con ímpetu la hiriente pregunta. La ha planteado en un libro excelente de título imperioso y subtítulo descriptivo: ¡Crear o morir! La esperanza de Latinoamérica y las cinco claves de la innovación.
Me parece un tema extraordinariamente importante que afecta a todo el ámbito hispano, no sólo a América Latina. A principios del siglo XX los filósofos españoles José Ortega y Gasset y Miguel de Unamuno lo debatieron apasionadamente en diversos textos y desde distintos ángulos.
España se atrasaba ostensiblemente con relación al resto de Europa. Ortega sostenía que la decadencia del país se superaba europeizándose. “España es el problema, Europa la solución”, decía. Unamuno alegaba que el genio español era artístico, fundamentalmente literario, y remataba el argumento con un grito desafiante: “¡que inventen ellos!”.
Si Unamuno hubiera sabido economía en lugar de filología clásica, le habría agregado una coda a su boutade: que inventen ellos … y que se enriquezcan ellos. Algunos expertos suponen que el 40% del crecimiento económico de las sociedades se deriva de las innovaciones e invenciones convertidas en bienes o servicios volcados en el mercado.
Los datos son alarmantes. Corea del Sur registra anualmente diez veces más invenciones que toda América Latina. Israel, con menos de ocho millones de habitantes, patenta más hallazgos científicos o artefactos novedosos que 600 millones de latinoamericanos.
No hay ninguna universidad latinoamericana ni española entre las primeras cien del planeta, y apenas comparece un puñado entre las primeras 500. Y no se trata solamente de estudios universitarios: en las pruebas internacionales PISA, consagradas a medir y contrastar los conocimientos de los adolescentes en matemáticas, ciencias y comprensión de lectura, América Latina aparece en la cola, muy cerca de algunas naciones africanas.
En el mundo hispano vivimos a remolque de los países innovadores. Nos movemos en sus aviones, nos curamos con sus medicinas, trabajamos en sus computadoras, nos entretenemos con sus películas y videojuegos, viajamos por su Internet, hablamos por sus teléfonos, nos asomamos al espacio gracias al talento que ellos han desplegado y, en definitiva, somos un apéndice casi inerte de ese primer mundo curioso y creativo que va gestando día a día nuestro futuro y la forma en que vivimos nuestras vidas.
El libro de Oppenheimer rezuma admiración por los creadores, a quienes ha visitado durante la redacción de su obra. Ha hablado con ellos y los ha entrevistado para conocer sus testimonios de primera mano, pero su intención no es avergonzar a los latinoamericanos por su postración intelectual. Por el contrario, el autor ofrece soluciones a estas graves limitaciones. La obra culmina con cinco recomendaciones encaminadas a revitalizar las tendencias innovadoras. Vale la pena consignarlas. Están cargadas de sentido común.
Primero, crear una cultura de innovación en la que se distinga y venere a los creadores, como se hace con los deportistas, para estimular la aparición de estos talentosos ciudadanos. Cada emprendedor que se frustra es una fuente de riqueza y desarrollo que perdemos todos. Si estamos de acuerdo en que la clave de la prosperidad está en el empuje de personas excepcionales, hallarlas y cultivarlas debería ser una prioridad del Estado.
Segundo, es posible y es necesario educar para que surjan los inventores e innovadores. Oppenheimer lo resume con un dato estadístico escalofriante: en Irlanda y Finlandia, de acuerdo con la población, hay cinco veces más graduados de ingeniería que en Argentina. El gusto por las matemáticas y por las ciencias comienza en la niñez. En esa etapa de la vida se puede abordar estas materias como si fueran juegos.
Tercero, eliminar las leyes que ahogan a los emprendedores. En América Latina la madeja burocrática asfixia a los espíritus creativos. Hay que pagar sobornos a funcionarios corruptos. Las leyes de quiebra impiden o hace muy difícil que quienes fracasen puedan levantarse de nuevo, olvidando que la economía libre es un sistema de tanteo y error donde cada caída forma parte de un proceso de aprendizaje.
Cuarto, hay que invertir en investigación y desarrollo y en fomentar el capital de riesgo. Israel es el país del mundo que proporcionalmente dedica el mayor porcentaje de su PIB a investigación y desarrollo. Pero ese dinero debe salir, en mayor proporción, de las empresas privadas. Hay que involucrar a las universidades en las tareas de las empresas. Las universidades no deben convertirse en instituciones anti-sistema. Eso es suicida.
Quinto, debe globalizarse la innovación y ello incluye servirse de la posibilidad de estudiar en las universidades del Primer Mundo. Corea del Sur, con apenas 50 millones de habitantes, tiene 71.000 estudiantes en USA, la mayor parte en carreras de ciencias, mientras toda América Latina posee menos de la mitad de esa cifra.
En fin: el camino es arduo y extenso, pero mientras más pronto comencemos, mejor nos irá.