Por: Carlos Mira
En 1976 se publicó la extraordinaria novela de Irving Wallace “El Documento ‘R’”, una historia de intriga y suspenso que cuenta el intento de concretar una conspiración para derogar la Ley de Derechos de los Estados Unidos y que está dirigida entre bastidores por el FBI.
En un trasfondo de creciente violencia, Wallace pone frente a frente dos fuerzas opuestas: por una parte, aquellos que tratan de modificar la Constitución para que el gobierno pueda imponer sin miramientos un programa de “ley y orden”; por otra, quienes creen que tras la Enmienda XXXV se oculta un plan de mayor alcance que tiene por fin subvertir el proceso del gobierno constitucional y reemplazarlo por un estado policíaco.
La Constitución de Estados Unidos es un documento difícil de modificar. Una enmienda es un cambio al documento aprobado en 1788. Tal y como lo especifica el Artículo V de la Constitución, existen dos formas de enmendarla. Una de ellas no ha sido utilizada nunca.
Uno de los dos métodos de enmendar la Constitución es que ambas cámaras del Congreso; la Cámara de Representantes y el Senado aprueben una propuesta para realizar el cambio. El voto debe alcanzar una mayoría de dos tercios en ambas cámaras. Una vez que la propuesta sea aprobada, se dirige a los estados. Treinta y ocho de las 50 legislaturas estatales deben aprobar la enmienda, es decir tres cuartos de los estados de la nación. Otra vía para lograr un cambio en la Constitución es si dos tercios de los estados convocan una convención constitucional en la que propondrían la(s) enmienda(s). De ahí en adelante, las propuestas de enmienda se decidirían por las legislaturas o convenciones estatales. Estados Unidos nunca ha recurrido a este método para enmendar su Constitución.
Lo cierto es que la historia de Wallace suponía la existencia de una nomenklatura fascista en la nación que pretendía derogar el diseño constitucional de 1787 y cambiarlo por otro en donde el centro del poder de decisión de la sociedad no estaría en los individuos sino en el Estado.
Parafraseando la historia de Wallace, podríamos decir que los argentinos nos encontramos frente al “Factor R”. Tan solo esa letra sirve para diferenciar la dramática decisión que tarde o temprano tendremos que tomar. La ambigüedad de mantener en lo formal una Constitución que pone al hombre libre en el centro del protagonismo social y, en lo real o sustancial, una realidad que retiene a ese protagonista para reemplazarlo por el Estado, no va más. Ese doble discurso ya no resiste. Es preciso que la sociedad resuelva esta disyuntiva que la mantiene postergada desde hace más de 80 años.
Se trata de elegir entre un sistema con un gobierno controlado (justamente por la sociedad, a través de los jueces, de los organismos independientes del poder ejecutivo y de la prensa) o con un gobierno controladoR , es decir que tiene en su puño la capacidad de regimentar la vida de todos a fuerza del dictado indiscutido e indiscutible de sus disposiciones.
Es hora de que la Argentina elija definitivamente si quiere tener un gobierno completamente desligado de la ley, sin control social y por encima de la Constitución, en donde los funcionarios vigilan a los ciudadanos, o si, al contrario y como establece la Ley Fundamental, la sociedad se inclina por vivir en un sistema en donde el gobierno está sujeto a severas limitaciones que le impiden avanzar sobre el círculo de soberanía individual que la Carta de Derechos reserva a los ciudadanos.
Como se ve por la simple enunciación teórica de los sistemas en pugna, se trata de dos concepciones completamente antagónicas de la vida. La cuestión no se limita simplemente a elegir un tipo de organización social; se trata de elegir una forma de vivir, una forma de ver el mundo, una forma de interrelacionarse con los semejantes y, como país, una forma de relacionarse con los demás países.
La conveniencia de la nomenklatura estatal hizo que millones de individuos se convencieran de que no pueden solos; de que no hay manera de cumplir los sueños individuales porque los “intereses de los poderosos” siempre se interpondrán en el camino y que sin la intervención milagrosa del Estado, estarían desahuciados. Esa minusvalía, esa profunda carencia de autoestima y de postración hizo que enormes franjas de la sociedad estuvieran de acuerdo en entregar su libertad a cambio de que el Estado les proveyera de una manutención mínima: renunciaron al cielo, por tocar el cielorraso.
Eso hizo que nos convirtiéramos en un país de techos bajos, chato, gris, sin protagonismo, intrascendente, como si para nosotros no estuvieran preparadas las grandes cosas, las grandes empresas.
Pero incoherente e hipócritamente hemos mantenido una Constitución escrita por un conjunto de visionarios que creía que los argentinos no tendríamos techo, si dejábamos volar nuestros sueños y le poníamos pasión, esfuerzo y trabajo a nuestros anhelos. Ninguno de esos Padres Fundadores nos creyó tan pusilánimes como para entrar en una transacción con un conjunto de vivos que nos vendió el paquete de la “seguridad económica” a cambio de quedarse con nuestras libertades. No creímos nunca que con nuestras libertades podíamos superar con creces lo que nuestros “protectores” nos ofrecían; transamos por migajas.
Este choque cultural ya no puede sostenerse. Y creo que detrás del 18F y el merecido recuerdo a la memoria del fiscal Nisman, muchos argentinos estarán mostrando que ya no quieren las consecuencias de aquella pusilanimidad. Creo que muchos de los que salieron a la calle lo hicieron para pronunciarse por eliminar el “Factor R”, dejar atrás el gobierno “controladoR” y pasar a tener un gobierno “controlado”.