Por: Carlos Mira
La Argentina está hoy ante una realidad dual. Por un lado existe, en muchas franjas de la sociedad, un marcado optimismo por el futuro. La percepción de que la traumática experiencia kirchnerista está llegando a su fin, alimenta la esperanza de un porvenir más amable, de un ambiente menos áspero en el que -al menos- disminuyan las altisonancias, el atropello, la prepotencia y, en muchos casos, la corrupción, los negocios inexplicables, las fortunas repentinas, el clasismo antiguo e hipócrita, la chabacanería, la falta de clase, la completa ausencia de jerarquía y señorío.
Esa cara de la moneda tiene incluso su impacto en los números. El precio de los activos financieros del país ha mejorado notoriamente y las tasas que pagan son efectivamente más bajas. Ha disminuido el riesgo país a la mitad de hace casi un año, aun cuando muchos títulos de deuda están es default. Si bien el mercado inmobiliario sigue desplomado, se han multiplicado las consultas para adquirir propiedades premium porque se entiende que están en un valor que pronto se multiplicará.
Otro tanto ocurre con las acciones de compañías argentinas cuyos valores han comenzado a trepar.
Es de tal dimensión el desbarajuste económico, moral, institucional, cultural y social que ha producido el gobierno K durante los últimos 12 años que el mero hecho que una cosmovisión diferente se haga cargo del poder ejecutivo derrama una serie de pronósticos positivos.
Pero al lado de esta interpretación existe otra que, sin negar el peso del punto de vista “optimista” previene sobre los que nos espera.
En ese sentido, el domingo, Rodolfo Terragno escribió un interesante artículo en el diario Clarín con el título “La Anarquía del Año 15″, en el que trata de poner paños fríos sobre un exceso de confianza. Si bien reconoce las bases ciertas en las que se apoya la tesis “optimista”, aclara que la mitad de los diputados que están en la Cámara hoy, seguirán allí, lo mismo que los 2/3 de los senadores. Es lo que la Constitución dispuso para que, justamente, los cambios fueran el resultado de un devenir sopesado de los acontecimientos y no el producto de un aluvión.
De modo que las ansias de cambio inmediato que pudieran albergar algunos por un cambio en la titularidad presidencial habría que ajustarlo por el hecho de que ningún partido se asegurará la mayoría parlamentaria propia. El kirchnerismo la perderá y nadie la ganará en su lugar.
De modo que el próximo presidente deberá negociar cada ley y cada modificación de rumbo que intente. A los tropezones, bloqueos, obstáculos y demoras que se produzcan en esos intentos, Terragno los llama “la anarquía del año 15″ en una metáfora que hace acordar a aquellos títulos de los capítulos de los libros de historia del colegio secundario.
A esto se le suma naturalmente todo el capítulo económico que hay que reconstruir. No hay una sola variable que marche acompasadamente con nada en la economía argentina; todo está detonado. Los precios relativos están completamente destruidos.
Las tarifas de los servicios públicos nunca fueron ordenadas luego del desplome de la convertibilidad de la voraz devaluación duhaldista y de la pesificación asimétrica.
No hay un solo precio que esté en orden y no sabemos cómo se encarará la adecuación de todo el esquema populista que ha destruido el capital de trabajo de las empresas. Tampoco sabemos cómo se saldrá del cepo, que ha destruido el funcionamiento de todos los mercados. Ignoramos si allí se aplicará una política de shock o se optará por el gradualismo.
La estruendosa deuda acumulada por el BCRA -que lo tiene técnicamente quebrado porque debe más plata de la que tiene y porque esa deuda se sigue agigantando por la enorme emisión monetaria cauterizada por LEBACS- es posible, incluso, que empeore en este año electoral. Recordemos que el kirchnerismo expandió la base monetaria de modo brutal cada año de elecciones: 22% en 2005, 40% en 2007 y 50% en 2011. Hoy la deuda consolidada del país supera los 300 mil millones de dólares, más del 58% del PBI.
Otro tanto ocurre con las cuentas entre lo que se gasta y lo que se recauda. Como consecuencia de las enormes licuaciones de la post convertibilidad esos números se habían transformado en un superávit del 5% del PBI. Hoy este mismo porcentaje respecto del producto ha devenido en déficit.
Son muchos los candidatos presidenciales que están enviando señales a los sectores productivos respecto de la estructura impositiva del país, tanto sea al campo, como a las empresas y a los sindicatos (retenciones, balances ajustados por inflación, impuesto al cheque, mínimo no imponible de ganancias). Pero esas promesas implicarán batallas ciclópeas en el nuevo Congreso y la necesidad de que se instrumenten elementos de balance para suplantar los recursos perdidos.
En fin, tanto desde el punto de vista político como desde el económico, se abren interrogantes fantásticos respecto del futuro. Algunos entienden que el nuevo gobierno debería asumir con un serio beneficio de inventario, dados los extraordinarios desafíos a los que la irresponsabilidad del kirchnerismo lo someterá inexorablemente.
Pero todos sabemos que esas salvedades no existen la hora de hacerse cargo de un país. Sea quien sea el nuevo presidente tendrá por delante una tarea inmensa. Pero frente a ella no es menor contar con el invalorable activo del cambio de expectativas. Los hechos, efectivamente, tardan en cambiar. Pero la perspectiva y la confianza cambian en un minuto. Seguramente el nuevo gobierno deberá aferrarse a esas inmaterialidades para hacer frente al trabajo que tenga por delante. Pero saber que la era de las imposiciones desde las Altas Torres ha terminado, será, de por sí, un avance enorme.