Por: Carlos Mira
La jugada presidencial que se supone realizaría con la Corte Suprema puede arrojar paradojas notorias en los años por venir. Como se sabe, la idea que amasa el Secretario Legal y Técnico Carlos Zannini y la Presidente es aumentar el número de miembros del máximo tribunal para luego llenar esos cargos con jueces adictos.
Hoy en día la Corte está integrada por cuatro miembros. De acuerdo a la ley que patrocinó la propia Presidente cuando era senadora, el número de jueces debía estabilizarse en 5 por la vía de no reemplazar las vacantes que se fueran produciendo desde que tenía nueve.
En su actual composición, los jueces Lorenzetti, Maqueda y Fayt suelen votar en el mismo sentido (en contra de los intereses del Gobierno, aunque esto es solo una aproximación genérica, como demostró el crucial fallo de la ley de medios) y Highton de Nolasco en sentido diferente (más cercano al oficialismo).
La primera carta del gobierno se llamaba Roberto Carlés. Pero esa carta no pasará el corte del Senado. El voto para la ampliación en un voto simple del Congreso. El Gobierno tiene los votos para eso, aunque luego le volverán a faltar los dos tercios para llenar los cargos con jueces nuevos. La idea entonces sería colocar conjueces de la larga lista aprobada el año pasado en el Senado por simple mayoría, en una jugada considerada anticonstitucional por gran parte de la doctrina.
¿Cual es el objetivo de estas jugadas? Por supuesto, seguir teniendo el control de constitucionalidad de las leyes bajo manos confiables.
Si lograra eso y perdiera las elecciones a nivel presidencial, podríamos entrar en el escenario casi paradójico de ver al kirchnerismo llenarse la boca con la teoría de la independencia del Poder Judicial para defender una Corte “independiente” de un Poder Ejecutivo en manos de otro partido.
Veamos la cuestión desde el otro punto de vista. Supongamos que el Gobierno no logra ese ideal, que la Corte llega con cuatro miembros al 10 de diciembre y que el próximo presidente puede llenar esa vacante con un juez definitivo.
Esa posibilidad volverá a depender de que el que resulte electo tenga los dos tercios de los votos en el senado para aprobar a su candidato. Resulta muy difícil que eso vaya a ocurrir. Hay que tener en cuenta que ni siquiera el kirchnerismo con su actual situación de privilegio en el Congreso llega a cumplir ese requerimiento con votos propios. De modo que puede darse el caso de que el cuerpo funcione con uno o cinco conjueces, dependiendo de que el proyecto de ampliación efectivamente se presente y apruebe.
Una Corte de nueve jueces con cinco conjueces adictos y una jueza con votos históricos cercanos al gobierno, vuelve a presentarnos el escenario de la paradoja o el cinismo que describíamos más arriba.
Un horizonte mucho mas lejano es que el Gobierno no pueda imponer su criterio y que el nuevo presidente, por las razones que fueran, lograra designar jueces de su elección. Esa situación -lejana de por sí- sería, a su vez, diferente, si el número de jueces fuera de 5 o 9.
Si fuera de 5 estaríamos frente a una situación de virtual equilibrio. Nadie sabe cómo comenzaría a votar el juez Maqueda, por ejemplo, con un Macri presidente. Tampoco es seguro lo que hará Fayt después del 10 de diciembre si quien gana no es kirchnerista. Algunos dicen que el juez de 97 años finalmente se retiraría. Eso volvería a darle una oportunidad al futuro mandatario, pero con todas las restricciones que ya apuntamos.
Si fuera de nueve miembros, el nuevo presidente podría hacer dos cosas: enviar un proyecto para derogar la ley que elevó el número y enviar el pliego de un solo candidato propio; o mantener la ley y enviar cinco pliegos. Si milagrosamente, (de nuevo, por las razones que fueran) lograra nombrar esos magistrados y estos fueran realmente impecables, se podría estar frente a la inauguración de una especie de milagro en la Argentina, esto es, que comience a funcionar un atisbo de institucionalidad y de justicia independiente, aquella que muchos (no nosotros) creyeron ver en la Corte designada por Kirchner en 2003.
De todos modos, el solo hecho de que hayamos utilizado todas estas líneas para especular lo que podría pasar en uno y otro caso con la Coste Suprema de Justicia es suficiente evidencia de que la Argentina no es un país institucional y que el diseño de la Constitución para equilibrar el poder ha sido salteado por la política que, evidentemente, ha encontrado la manera de sujetar el balance judicial a sus gustos y conveniencias.
Esa debilidad institucional es el sello más distintivo del país. El hecho de que los gobernantes no sean esclavos de las instituciones sino que, al contrario, hayan encontrado la vuelta para atar las instituciones a sus preferencias, es lo que ha transformado al país de una nación desarrollada en el comienzo del siglo XX a un país subdesarrollado en el siglo XXI. Los flujos de capital que se precisan para multiplicar la abundancia huyen de países gobernados por caprichos y prefieren dirigirse a aquellos en donde el Derecho y la Ley imperan sobre la voluntad de los caudillos.
Resulta curioso cómo, finalmente, la pobreza y el nivel de vida de la sociedad no termina definiéndose por la aplicación de una u otra teoría económica sino por la vigencia o no de instituciones libres e independientes. En la propia región se demuestra que países que aplican teorías económicas que podrían decirse no son “capitalistas” de todos modos progresan porque garantizan la vigencia de instituciones imparciales. Es el caso de Chile (en manos de una alianza socialista), de Uruguay y de Perú, todos en manos de gobiernos de centro-izquierda.
Es el populismo caudillista el que genera pobreza y condena el empleo y el progreso económico de los países. Es la mentalidad militarista de las decisiones verticales impuestas por un “conductor” y obedecidas por una manada de sumisos lo que aleja el desarrollo y la multiplicación de la riqueza.
El intento de seguir cooptando la Corte bajo el ala de un caudillo es una muestra más de la rebeldía que el país tiene para con la modernidad institucional. Sin ella seguiremos hundiéndonos en una pobreza generalizada más allá de los esfuerzos que se hagan para que ella aparezca como mejor repartida.