Por: Carlos Mira
No caben dudas de que Daniel Scioli ha operado un cambio sustancial dentro de su propia persona. Hasta su rictus aparece forzado, como emitiendo espasmos de sonrisas programadas que, en más de una ocasión, saltan al protagonismo en un momento inadecuado, como ligeramente desfasadas, para luego dar lugar al regreso de otras muecas de nerviosismo igualmente impostadas.
Debe ser que ni él cree lo que ha comenzado a decir. Dicen que cuando uno dice cosas en las que no cree, la química del organismo emite sustancias que transforman las expresiones de la cara. Pues algo parecido le debe estar sucediendo al gobernador, porque las imágenes que entrega su presencia son completamente inéditas. Son tan inéditas como el contenido de sus declaraciones, aun cuando esos mismos dichos sirvan para aclarar un poco más los tiempos que vienen.
Scioli se crió en una familia de comerciantes. Su padre, José, que empezó bien de abajo, se transformó en un gran empresario del retail, con muchas sucursales de su famosa casa de artículos para el hogar. Fue, junto con Héctor Pérez Pícaro, lo que hoy son Garbarino y Frávega.
Esa crianza le enseñó cuántos pares son tres botas. En otras palabras, quién es el que crea la riqueza de un país, de quién depende la creatividad y, fundamentalmente, quién es el principal generador de trabajo en una sociedad.
Daniel supo desde su primera juventud que ese rol dinámico de la economía, ese papel espontáneo, disruptivo, sorprendente lo desempeña el sector privado. También aprendió que el Estado, cuando se va en vicio y se pasa de su rol constitucional para convertirse en estatismo, es un lastre para la producción, para la inventiva y para la generación de riqueza.
Sus múltiples regulaciones son incompatibles con la velocidad de los cambios, con la innovación y con la rebelde anarquía que alimenta a los emprendedores y, de ese modo, se convierte en una carga no sólo para el que trabaja, sino para la sociedad entera.
Ese Scioli está viviendo una profunda puja interna con el nuevo Scioli, al que obligan a salir a matar a Juan José Aranguren, otro empresario como su padre que, ahora retirado de la Presidencia de Shell, fue llamado por Mauricio Macri para colaborar con Cambiemos.
Desde ese discurso, quiere convencer a la gente de que el importante en la ecuación sociedad-Estado es el Estado y no la sociedad, algo que ni él cree, porque el Scioli de crianza aprendió, de la mano de José, que sencillamente eso es mentira.
El que genera todos los bienes y los servicios de un país es el sector privado: las empresas, las personas, los individuos. El motor de la riqueza de cualquier nación son los empresarios que invierten, los individuos que innovan, las personas que crean.
El Estado es un elefante burocrático, pesado, regulado por miles de disposiciones sencillamente ridículas desde el punto de vista productivo. El Estado para lo único que sirve, para lo único que “sale en la foto”, es para cobrar impuestos y para extraer riqueza que produjeron otros y llevarla a las arcas del Tesoro público.
Esa actividad debe existir, por cierto, en toda sociedad. Se trata del aporte de los ciudadanos al financiamiento de los gastos comunes de defensa, seguridad, educación, salud, cuidado y protección de los retirados y de los que no pueden valerse por sí mismos.
Pero cuando esas finalidades se sobrepasan absolutamente y el Estado —obviamente a través de las personas de carne y hueso que ocupan sus sillones— desplaza del centro de la escena al sector privado y pretende alzarse con el protagonismo exclusivo de la vida de un país, esa sociedad se ahoga y se marchita, como si un tumor impidiera la normal circulación de la sangre.
La exacción de recursos a las empresas y a los individuos para financiar las veleidades de protagonismo estatal secarán los bolsillos de los creativos, de los inventores, de los innovadores y la generación de trabajo y riqueza que ellos producen se irá a pique para desgracia de todos, aun de aquellos que no son creativos, ni innovadores, ni inventores, porque ellos también vivían y se beneficiaban de los recursos producidos por aquellos.
Contra ese esquema de funcionamiento social que Scioli mamó en su casa, está hoy en guerra el gobernador de Buenos Aires y candidato a presidente por el Frente para la Victoria. El primero que sabe que las cosas no son como él intenta explicar es él mismo. De allí sus muecas, sus sonrisas desfasadas y su rictus áspero.
Scioli ha elegido como herramienta de su cruzada una campaña de ataque a Mauricio Macri y pretende así ser una especie de exégeta de Cambiemos. Sostiene públicamente frases como estas: “Como dice Macri”, “Como quiere Macri”, “Como pretende Cambiemos”. La mayoría de esas afirmaciones no son ciertas y el resto son interpretaciones amañadas que el nuevo Scioli le quiere vender, antes que a nadie, al viejo Scioli. Pero el viejo Scioli no lo cree y esa encrucijada de contradicción le estalla en la cara.
Si el nuevo Scioli quiere decir que lo que está en juego son dos concepciones del mundo (ya no del país) en donde una supone que el protagonismo productivo y enriquecedor de una sociedad lo desempeña el sector privado y otra sostiene que ese rol está reservado al Estado, el gobernador está efectivamente en lo cierto.
El kirchnerismo en todo este tiempo llevó las cosas al extremo para probar su utopía de que las energías individuales de un país pueden ser disecadas y pasadas a musculatura estatal. Fracasó. El país se empobreció, se llenó de una grisura insulsa, se murió, en un sentido metafórico.
El viejo Scioli sabe que lo que ocurrió es normal, es lo que debía pasar, de acuerdo con lo que José le enseñó: un país va adelante si trabaja, si invierte, si produce, si innova, si inventa, si crea.
El Estado no tiene un cerebro para inventar nada. Todo su funcionamiento depende de organigramas de plomo. Carece de la agilidad para responder a los desafíos en tiempo y forma.
Es por lo tanto normal que una sociedad estatizada se anquilose y poco a poco languidezca. Es preciso revitalizar a la sociedad argentina y eso sólo se logra con las recetas de José, el papá de Scioli, no con las de Cristina Kirchner y Axel Kicillof.
Está claro que el gobernador se ha puesto solo en una disyuntiva de la que no puede salir. Muchas cosas ya son tarde para él. Eligió defender un discurso que no pasaría por el umbral de su propia casa y ha pagado el precio de una cara que ni siquiera le permite vendérselo a aquellos a quienes busca convencer.