Por: Carlos Mira
Finalmente Mauricio Macri es el presidente electo de la Argentina. Un hecho simplemente inconcebible sólo unos meses atrás se ha transformado en realidad. Una noche de doce años de oprobio y despotismo ha terminado. Lo que queda por delante es una tarea ciclópea. La columna vertebral del país ha sido destruida: se dividió a la sociedad, se fundieron sus reservas, se quebró el aparato de producción agrícola probablemente más eficiente del mundo y se unió a la Argentina a los carros de los peores autoritarismos del planeta.
La magnanimidad será la palabra de la hora. De todos. De Macri, extendiendo la mano hacia quienes no lo votaron. De los que perdieron, aceptando el cambio de época. De la sociedad civil que deberá ser paciente y comprensiva. De los sindicatos, que deberán colaborar para mantener la paz social. De los empresarios, que deberán ser más emprendedores que dueños de empresas y de los trabajadores, que deberán confiar en un futuro mejor para sus familias.
Pero todo lo duro que pueda ser ese horizonte cercano no se compara con la degradación que el país soportó en estos años, con el robo, la prepotencia, el atropello, la ambición enferma por el poder, con la degradación republicana, con la burla a las instituciones y a la Constitución.
Resulta francamente deprimente prestarles atención a quienes comentan la diferencia final entre los candidatos. Fue Néstor Kirchner el que dijo que las elecciones se ganan por un voto. Pero claramente no fue él ni mucho menos su esposa los que aceptaron el principio de que, aun ganando por un voto, se debe gobernar para todos los argentinos.
El kirchnerismo prometía ganar en primera vuelta. De ese escenario pasó a ganar por menos de tres puntos la elección general y a perder la provincia de Buenos Aires. Y finalmente de ese escenario de victoria ajustada, pero victoria al fin, pasó a uno de derrota. Con la misma lógica que el kirchnerismo hace las cuentas, podría decirse que Macri remontó seis puntos entre el 25 de octubre y ayer.
Néstor y Cristina Kirchner pasarán a la historia como los jefes de una facción, como los líderes de una secta que se apropió de los usufructos del Estado como si este les perteneciera. Se instalaron en los sillones más altos de la república para desde allí disponer de los bienes de todos como si fueran propios. No atendieron a una sola de las reglas de la convivencia y la tolerancia. No respetaron el disenso y persiguieron abiertamente a los que se les oponían echándoles encima todo el peso del Estado.
Que esa sola tendencia cambie implicará un cambio moral de proporciones siderales. Macri trasmite, en ese sentido, una imagen de credibilidad y confianza de la que el kirchnerismo careció, no por defecto, sino porque nunca le interesó tenerla. Los Kirchner siempre tuvieron claro que no gobernaban para toda la Argentina y para todos los argentinos. No querían hacerlo y no lo hicieron. El gran desafío de Cambiemos será, precisamente, terminar de convencer a todos de que viene en son de paz, que viene a mejorar la condición general de la sociedad y que no lo inspira ni la revancha ni el resentimiento.
Tanto Macri como Gabriela Michetti buscaron dejarlo en claro desde el arranque: no empieza aquí ningún ajuste de cuentas.
En gran medida una enorme responsabilidad cae ahora sobre los que perdieron. El discurso de aceptación de derrota de Scioli no fue, en ese sentido, un comienzo alentador. El gobernador saliente de la provincia de Buenos Aires parecía no darse cuenta de que la campaña había terminado, creyó que aún había espacio para repetir una vez más los consabidos capítulos del relato kirchnerista. Pero tengamos una dosis de clemencia y aceptemos que pudo deberse a que estaba enfrentando posiblemente uno de los momentos más tristes de su carrera política. Démosle tiempo al tiempo.
El peronismo recibe ahora una enorme carga frente a la sociedad. Sergio Massa y José Manuel de la Sota probablemente personifiquen la oposición a un Gobierno que debe hacerse cargo de un desquicio económico monumental. Sin ellos, no será posible convocar a un diálogo productivo y enriquecedor. Allí será fundamental el rol que juegue Lilita Carrió para no extremar su purismo a extremos que pongan a Macri entre la espada y la pared.
Nada de lo que ocurra de ahora en más tendrá comparación en términos democráticos con lo que ocurrió en estos últimos doce años. Las personas, contrariamente a lo que sostiene el relato oficial, perdieron derechos en la Argentina, no los ganaron. Bajo la lógica de los derechos colectivos se vendió un envase confuso por el que se le hizo creer a la gente que los derechos que empezó a arrogarse el Estado eran sus derechos. No: los entes colectivos no tienen derechos, sólo las personas físicas o jurídicas pueden tenerlos. Por eso, esos nuevos derechos colectivos se los apropiaron Néstor, primero y Cristina Kirchner, después. Pero las personas perdieron libertades y muchas de las garantías de la Constitución.
Es posible, incluso, que la diferencia de tres puntos juegue a favor de Macri, para llevar adelante un gobierno de consenso y de grandeza.
Y finalmente una referencia a la gente. Los países se hacen “a gente”, no “a máquina”. La Argentina no tuvo al frente de sus instituciones a la mejor gente, a los mejor formados y a los de mejores intenciones. Sí, sí: hubo muchas malas intenciones en muchos de los más empinados personajes de la política en estos últimos doce años. Un cambio en ese terreno será simplemente revolucionario. Cuando las malas intenciones se reemplacen por la buena fe, la Argentina podrá tardar más o menos en salir de su marasmo económico, pero habrá salido definitivamente de la vergüenza.