Por: Carlos Mira
El triste espectáculo que está dando la Presidente saliente, materializado en un sinnúmero de insensateces —incluido el increíble capricho de la ceremonia de trasmisión del mando— muestra, no sólo los contornos más íntimos de un ser débil, muy inseguro, con una valoración real muy baja de sí misma y con un ego artificial fabricado a fuerza de posturas impostadas basadas en el ejercicio de la prepotencia, sino la pretensión intacta de seguir impulsando un modelo de país basado en el personalismo, en la idolatría pagana de un tótem y en endiosamientos personales antes que en los principios de la democracia moderna, representativa, plural, alternante y que limita el ejercicio abusivo del poder.
La Sra. de Kirchner sigue posicionándose como el eje de ese modelo de caudillismo antiguo, militar, unitario, divisor, encapsulado en intransigencias que no admiten ni la discusión, ni el debate ni el diálogo ni el compromiso.
La Presidente que se va no termina de entender que ha pasado una época, que ha terminado una manera de entender la vida del país, el posicionamiento de la Argentina y la forma en que se relacionan gobernantes y gobernados.
Un conjunto de amanuenses que no tienen vida propia y que ven cómo se les escapa entre los dedos la arena del castillo que habían construido están haciendo los últimos esfuerzos para resistir un cambio imparable. Siguen apelando al temor, al apriete, a la amenaza, porque es el único idioma que conocen, propio de una época que quedó atrás.
Lo que hicieron con el orfebre argentino Juan Carlos Pallarols no tiene calificativo posible. Voluntariamente el hombre desde hace décadas dona el bastón para las ceremonias de traspaso del mando. Podría no hacerlo. El bastón bien podría no existir. Pero amenazarlo con enviarle a la Policía si no lo entrega bajo las condiciones con las que lo conminaron es de una bajeza propia de arrabales cuyos usos y costumbres deberían ser bien diferentes de los que dominan las oficinas del poder.
El capricho de reunir toda la ceremonia (jura y traspaso de los atributos) en el Congreso para que los barras de La Cámpora llenen de gritos —y probablemente de insultos— un momento que, bajo cualquier otra circunstancia, debería ser de unión y de alegría también sirve para mostrar una falta de grandeza, de categoría y, en el fondo, de verdadero poder, que la Presidente se encarga de viralizar sin darse cuenta de que está saliendo de la historia por una puerta muy pequeña, aunque probablemente adecuada a su propia altura.
Las redes sociales se están ocupando de esparcir lo que ya es un verdadero ridículo. Allí aparecen decenas de fotografías tomadas en el Salón Blanco de la Casa Rosada, en donde los presidentes salientes (¡incluidos algunos militares!) les ponen la banda y les entregan el bastón a los presidentes entrantes. Sucedió con Raúl Alfonsín, con Domingo Perón y hasta con el propio Héctor Cámpora, cuyo apellido es hoy utilizado como sinónimo revolucionario de una revolución de burócratas millonarios.
También circula en el mercado de las redes un video muy simpático del personaje Zamba, que, en una visita guiada a la Casa Rosada, define al Salón Blanco como el lugar en donde los presidentes reciben los atributos del mando, lo que derribaría —incluso por lo que divulgan los propios canales de propaganda del Gobierno— la pretensión de la Sra. de Kirchner de hacer ese acto en el Congreso.
Pero más allá de todo este palabrerío ridículo, que es de por sí indicativo de un nivel de esquizofrenia muy importante, lo cierto es que la Presidente saliente no ha procesado aún el síndrome de la salida del Gobierno y el cataclismo que para ella supone perder poder. Sin esas realidades asumidas, está sometiendo a la Argentina y al nuevo Gobierno que debe asumir a un daño innecesario que sólo una megalomanía no resuelta puede explicar.
Todos los días aparecen decenas de páginas de nombramientos partidarios en el Boletín Oficial, decenas. La Presidente, desde el 22 de noviembre hasta hoy, ha nombrado a dieciséis embajadores políticos en distintas representaciones diplomáticas argentinas en el exterior y en los días que restan, con un Congreso en sesiones ordinarias extendidas hasta el 9 de diciembre, podría estar dispuesta a aumentar los estropicios.
Frente a este cuadro patológico, es fundamental saber qué hará el peronismo histórico. Algunas señales ha emitido ya. Para la sesión del miércoles pasado la diputada Juliana Di Tullio no pudo hacer comparecer a 20 de los diputados de su bloque. Es más, el quórum terminó dándoselo la izquierda, junto con Victoria Donda y Claudio Lozano.
En el Senado la vicepresidente electa Gabriela Michetti acaba de reconocer la buena predisposición de todos los senadores para revisar los nombramientos que se han hecho en la Cámara en los últimos meses. El gobernador Juan Manuel Urtubey de la provincia de Salta acaba de decir que lo que ocurre con las discusiones sobre las formalidades de la trasmisión del mando son una falta de respeto para el presidente electo y para la ciudadanía que lo votó, y que constituye una irresponsabilidad mayúscula poner palos en la rueda simplemente porque no se quiere admitir que se perdió.
Todos esos son signos muy importantes y muy positivos. Pero no hay dudas de que el cristinismo sigue apostando a la división del país y al resentimiento intransigente. ¿Compartirán estos extremos los 12 millones de argentinos que votaron a Daniel Scioli? ¿Tienen ellos manera de expresarse o las minorías gritonas dirán que hablan por ellos?
Son interrogantes que se irán develando con el correr de las semanas. Pero de lo que no deben caber dudas es de que estamos asistiendo al retiro del Gobierno del conjunto de personas probablemente más malintencionadas que hayan ocupado las más altas responsabilidades de la república de los últimos tiempos.