Por: Carlos Mira
Gran parte de las apariciones públicas de los principales funcionarios del Gobierno —en especial del Presidente, de Marcos Peña y del ministro del Interior, Rogelio Frigerio— siguen basándose en una carga positiva (es muy evidente en Frigerio, desde el tono y la fuerza que le pone a sus palabras hasta la convicción que trasmite… Es realmente encomiable) crucial acerca de que estamos en el buen camino y que todo va a mejorar en el segundo semestre y que, a partir de entonces, la Argentina —ellos no tienen ninguna duda al respecto— se encaminará a un ciclo positivo de crecimiento, inversiones y mejoramiento de los niveles de vida de todos.
Una vez más: desde el tono hasta la convicción con la que se expresan son realmente valorables. Uno tiene ganas de creerles. Necesidad de creerles. La verdad es que se los ve sinceros, con buena fe. Repito, Frigerio hasta llega al punto de dejarnos convencidos, porque le pone unas ganas a sus palabras que cuesta no creerle.
Pero nosotros somos una cosa y otros muchachos son otra cosa. Nosotros tenemos hasta ganas de creerles, porque ya nos embocaron tantas veces que queremos que una vez nos digan la verdad. Pero la gente de la que depende que se generen los empleos y las condiciones para que la pobreza descienda, el nivel de vida aumente, las villas vayan desapareciendo, todos tengan agua corriente, cloacas y asfalto en la puerta de su casa, no se convencen sólo con un tono firme y unas ganas desbordantes. Necesitan evidencias. Y las evidencias deben surgir de un programa, de un programa coordinado, pensado y estructurado para producir un shock de inversiones que mate los microbios de la miseria.
Ese programa falta. No se ha desplegado un camino con mojones claros, herramientas concretas y metas intermedias específicas para que esa gente vea un despliegue homogéneo hacia la concreción de la meta final. Ese objetivo está claro. Es más, es superambicioso para un único período presidencial. En efecto, es muy difícil, por no decir imposible, conseguir sacar al 30% de los argentinos que está en la pobreza de esa condición en tres años y medio.
Pero, en todo caso, es mejor ponerse una meta con una vara bien alta para obligarse al esfuerzo. Eso no es lo que está mal. Lo que está mal es la falta de un plan diseñado de modo completo, abarcativo y homogéneo para que los agentes económicos tengan una noción acabada del camino y de los jalones intermedios para que puedan contrastar contra algo el calce de sus inversiones. Si sólo tienen palabras, por más carga de énfasis con la que vengan acompañadas, no será suficiente para hacerles meter la mano en el bolsillo.
Es entendible que los argentinos tengamos algunos reparos con la idea de un programa económico, porque tantas veces nos embocaron con eso que nuestra incredulidad está justificada. Pero, paradójicamente, ese programa no estaría diseñado en principio para convencernos a nosotros, sino para decidir la acción concreta de los actores económicos que pueden cambiar la ecuación del crecimiento.
Es más, es posible que para nosotros sean más importantes las palabras y los gestos de optimismo y convicción que ciertos hechos. Al menos por un tiempo. Luego es natural que nosotros también exijamos hechos. Pero aquí no hablamos de nosotros. Aquí hablamos de los inversores locales y extranjeros que pueden dar vuelta el horizonte si las señales de un programa sólido y coherente los convencen.
El mundo está familiarizado con los programas. La chapucería kirchnerista nos acostumbró a la improvisación, al “después vemos”, a las medidas contradictorias, a las no reuniones de gabinete, a la ausencia de un rumbo. Pero ese no es el idioma que entienden los negocios. Y son los negocios los que nos van a sacar de la miseria. Es el único camino.
Lo que ocurre es que las cosas en la Argentina están tan dadas vuelta culturalmente que el que siquiera pronuncia la palabra “negocio” es sospechado de algo turbio. El propio término es hoy más un sinónimo de algo malo que de algo bueno. Pero que eso se haya instalado en la sociedad no quiere decir que el Gobierno no deba saber que para solucionar el marasmo con el que se encontró debe guiarse por la cultura del mundo, no por la cultura argentina. Ese aspecto idiosincrático debe tenerlo en cuenta para entrar en conexión con la sociedad. Pero para tratar y convencer a los agentes económicos que disponen del líquido que necesitamos debe usar la cultura que esos agentes entienden.
Hasta ahora lo que se ha anunciado son planes de inversión pública (el Plan Belgrano, el de la Provincia de Buenos Aires, etcétera). Pero lo que aquí dará la idea final de que vamos bien es cuando quiera venir Apple a hacer teléfonos o softwares para sus dispositivos; Siemens para instalar fábricas de microcircuitos; Benetton para poner doscientas tiendas; Bank of America a abrir trescientas sucursales; Alstom a crear equipamiento; Honda a fabricar autos; Disney a poner un parque de diversiones.
Y ninguno de estos muchachos va a venir escuchando la enjundia que Frigerio le pone a su convicción. Por supuesto que la alabarán. Pero no meterán la mano en el bolsillo. Enciérrense un mes en un cuarto, muchachos. Pero de ahí debe salir una agenda omnicomprensiva de todos los problemas que tenemos y un programa único para solucionarlos. Los problemas de la Argentina se arreglan con dinero. Hay que diseñar un plan —no un conjunto de palabras— que les haga poner ese dinero, convencida y entusiásticamente, a los que lo tienen, porque saben que si lo ponen, lo multiplicarán. Es la única manera.
Y a los de nosotros que no nos caiga en gracia que esa gente lo multiplique, pues quedemos con la miseria, entonces. Y con la boca cerrada, por cierto.