Por: Christian Joanidis
En el último tiempo, por cuestiones eminentemente ideológicas, todo aquello que se califica como “público” suele preferirse a lo que sea “privado”. Y justamente esta ideologización de las cosas termina convirtiendo en irracionales las decisiones que deben fundamentarse sobre la conveniencia de los distintos agentes involucrados. Al momento de elegir entre el transporte público y el privado, corresponde hacer un análisis sobre la conveniencia de uno y de otro para el conjunto de la sociedad y de los individuos, dejando de lado las cuestiones ideológicas. Como todo análisis de cuestiones prácticas, este también debe estar circunscrito a una situación particular y acotada, en este caso lo veré desde la perspectiva de la Ciudad de Buenos Aires.
La situación ya es conocida por todos: hoy tenemos una ciudad atestada de autos, muchos de ellos provenientes de la Provincia. Cada vez se patentan más autos y hemos llegado al punto en el que se hace cada vez más complicado transitar. De hecho, el nivel de congestión ha llegado a tal punto, que las mediciones más recientes indican que se tarda más circulando por la ciudad en auto que en transporte público. El hecho objetivo es entonces que el uso del auto en la ciudad ya no significa una ventaja desde el punto de vista del ahorro de tiempo.
Para los vecinos en su conjunto, el auto resulta más una carga que una ayuda. Por un lado contamina nuestro aire y recientes estudios han demostrado finalmente que al aire polucionado impacta sobre nuestra esperanza de vida. El auto además genera ruido y accidentes, todo lo cual atenta contra nuestra calidad de vida. Por otro lado una pregunta genial que ya se hacen algunos movimientos a nivel global termina por darle un nuevo significado al espacio de nuestras ciudades: ¿qué pasaría si tomamos todo el espacio que dedicamos a los autos y lo convertimos en parques? En resumen, el uso del auto sólo contribuye a desmejorar la calidad de vida de los porteños en su conjunto.
¿Pero por qué cada vez más gente se aferra al uso del auto? Mucho suelen alegar que en el transporte público se viaja mal y que sin embargo en el auto se viaja cómodo. Para ser honesto, me cuesta creer que alguien prefiera estar sobre su auto una hora y media en lugar de estar media hora apretujado en el subte. O tal vez será que yo valoro demasiado mi tiempo: prefiero una hora con las personas que más quiero a una hora de solitaria comodidad. Y aquí me voy a arriesgar a decir, sin tener más pruebas para esto que una fuerte percepción, que el uso del auto en la ciudad de Buenos Aires está vinculado a una cuestión de status.
Las personas se desviven por comprar un auto, invirtiendo en él todos sus ahorros. Alegan motivos económico-financiero, como cubrirse de la inflación, pero la verdad es que el auto siempre es un gasto y nunca una inversión: bastan un par de cuentas objetivas para demostrarlo. Los jóvenes se desviven por tener una moto. Incluso en los barrios más pobres de la ciudad y en las villas, aquellos que tienen una moto o un auto pareciera que se posicionan de otra forma.
Las personas queremos distinguirnos de los demás, sentirnos mejores que los demás. Esto pareciera ser algo natural y la naturaleza solo se puede asumir. Este posicionamiento por encima de los otros se puede lograr de muchas formas: con una posición social, con un logro deportivo, con un título universitario… o, para quienes no tienen otra herramienta, con el auto. El auto, a diferencia de otras formas, inevitablemente se ostenta ante toda la sociedad. Pero no es solo la ostentación de un objeto, sino la de una brecha – y por cierto una brecha significativa. Los ricos logran distinguirse a las claras de los pobres en todo instante por la importancia de sus autos. De esta forma, el transporte privado se convierte en un elemento que atenta contra la integración.
El transporte público, por el contrario, además de los cuantiosos beneficios que ofrece para la ciudad de Buenos Aires, logra además integrar a la ciudad. Por un lado, todos nos integramos en el transporte público, porque sin importar nuestra condición social o económica estamos en el mismo vehículo. Los trabajadores, los universitarios, los comerciantes, toda la sociedad confluye en el sistema de transporte público, haciéndonos los unos permeables a las problemáticas de los otros. Porque ya no estamos encapsulados en nuestro pequeño mundo rodante, sino que estamos en contacto directamente con la sociedad en que vivimos. Por el otro, cuando el transporte público llega a un lugar, entonces este lugar se integra con el resto de la ciudad. Si a las villas no llegara el transporte público, como hoy de hecho llega a la mayoría de ellas, entonces la marginalidad en que vivirían sus habitantes sería aún mayor.
En una sociedad democrática se debe evitar, dentro de lo posible, todo tipo de prohibición. Y esto aplica también para el transporte privado. Prohibirlo sería una locura. Pero sí se podría hacerlo lo suficientemente costoso para que compense a los habitantes de la ciudad todos los perjuicios que les causa: contaminación, accidentes, enfermedades y exclusión social. Porque cuando su costo aumente, entonces habrá menos autos y si hay menos autos, habrá que destinar menos recursos para sostener este pantagruélico sistema de tránsito privado. Recursos que, por ejemplo, faltan para crear e implementar políticas sociales sustentables en nuestra ciudad. En el ínterin, lograremos mayor integración en la Ciudad de Buenos Aires: un paso más para convertirnos en una ciudad más igualitaria en donde se privilegie el bien de la mayoría y no el anhelo de unos pocos.