Por: Daniel Muchnik
Muchos han gastado fortunas para presenciar en vivo el partido final del Mundial. Desembolsos que se asemejan al precio de un automóvil nuevo. Tickets de entrada al estadio que cuestan de 6 a 9.000 dólares. Trepadas a colectivos que demorarán 40 horas en llegar a Río de Janeiro. Y que sólo van porque se agotaron los vuelos cuyo costo se elevaba a 30.000 pesos. Viajes en auto con los riesgos de las rutas brasileñas, con caminos malogrados por los baches y sin banquina y conductores irresponsables. ¿Qué está pasando? ¿ Lo justifica la devoción por el fútbol, la cábala de que una presencia personal le dará suerte al equipo de sus amores ¿Es una situación límite?
Son interrogantes que van surgiendo con toda esta fiebre de las últimas horas que lleva a decenas de signos de interrogación. Porque no todo se reduce a la psicología colectiva. Esta fiebre tiene connotaciones sociológicas y, sin duda antropológicas. Cualquiera entiende una pasión por el fútbol ¿pero todos los que se largaron rumbo a Río disponen de esos dineros?¿Rompieron el chanchito con fervor de hinchas desaforados? ¿Están usando ahorros destinados a otros fines? ¿Admite una reflexión todo esto o hay muchas más que terminan siendo inexplicables o de otro planeta?
Por supuesto que todos queremos que Argentina gane el Mundial. Pero ¿cuánto están dispuestos a poner en juego los que invierten estas millonadas? ¿Estarán en sus cabales? ¿No habrá en este tsunami emocional una necesidad de triunfalismo a toda costa?
Los únicos que muestran serenidad y confianza en el esfuerzo por quedarse con la Copa son los jugadores de la selección. Impresiona la humildad de muchos de ellos, el nivel de cordura y sentido común, si se contrastan sus declaraciones con lo que dicen por la Televisión Pública los profesionales comentaristas. Con pocas excepciones, esos comentaristas exhiben un patrioterismo rancio, decadente, provocador, despreciativo de los equipos contrarios. Empujando a un logro a toda costa, a cualquier precio, sin pensar en aquellos que ponen todo en las canchas, en cada partido. Son los jugadores los únicos que pueden opinar, de la misma manera de aquella vez que le preguntaron al boxeador Ringo Bonavena cuál era el momento clave de una pelea en el ring : “ Cuando te sacan el banquito y te quedás solo”, contestó con su sabiduría de barrio porteño.
Hubo otros Mundiales y la Argentina venció, con la felicidad de toda la población, más allá de los hinchas. Incluso ocurrió esta realidad en 1978, en plena represión militar, en plena guerra ideológica con sus víctimas de uno y de otro lado. No recuerdo que nadie haya hablado de política entonces. Más: la Junta Militar fue aplaudida en la cancha.
Después todo aquello se tapó y hasta se tuvo vergüenza de lo ocurrido. Pero los jugadores siempre quedan como héroes. Las hinchadas todo permitieron, con tal de ganar, pase lo que pase. Como sea. Después la mano de Maradona en aquel partido con Inglaterra fue, simplemente, soterradamente, “la mano de Dios”, no la mano de la trampa.
En todos esos momentos hubo quienes señalaron que las hinchadas reflejaban el “espíritu verdadero de los argentinos”, el “carácter argentino”. Si eso se acepta como verdad, estamos hablando de un triunfalismo argentino sin límites y a cualquier costo. Y eso hace daño, porque se pierde el equilibrio, el sentido común. No en vano, siguiendo esta línea de pensamiento, ha prendido tanto el populismo en la política argentina, y han aparecido caudillos autoritarios que aseguran actuar porque el “pueblo” así lo pide. Y es por eso que quizás no se equivocan quienes dicen que el peronismo refleja, de alguna manera, el espíritu del argentino medio. El que desea ganar sin medir las consecuencias y sin meditar lo que se juega y se deja atrás.