Una herida que sigue abierta

Daniel Muchnik

Hace 78 años (más que una vida), el 17 de julio de 1936, con la insurrección militar en Melilla, en el protectorado de Marruecos, se inició la Guerra Civil Española que, al concluir tres años después, más dos años siguientes al conflicto con el trabajo y las cárceles de los prisioneros, se devoró un millón de muertos.

Hoy, esa guerra sigue siendo una llaga abierta en España. El Pacto de la Moncloa, en 1977, que llevó a una pacificación política entre sectores en pugna que se odiaban desde el fondo de sus almas, no impidió que subieran a la superficie del conocimiento público la ubicación de las tumbas colectivas de las víctimas de los insurrectos y de los republicanos. Una nueva bibliografía, plagada de datos y de investigaciones en profundidad puso en evidencia la saña, la desmesura, la locura colectiva en aquel enfrentamiento donde intervinieron fuerzas extranjeras.

A los defensores del gobierno constituido, la República, se le fueron sumando las Brigadas Internacionales, integradas por voluntarios de todo el mundo, en especial franceses, alemanes, ingleses, norteamericanos, canadienses, polacos, rusos y también argentinos. Esas Brigadas habían sido convocadas por el Komitern comunista, con sede en París. Pero no todos los que fueron a España a combatir eran comunistas. Los había anarquistas, socialistas y trotskistas. Un halo de romanticismo tiñó la movida de esos brigadistas con escasa experiencia en el uso de armas y nula instrucción táctica. Con sede en Barcelona, los brigadistas juzgaron que su “lucha contra el fascismo” era decisiva para evitar una Segunda Guerra Mundial.

Los sublevados consiguieron de inmediato el respaldo de la aviación de la Alemania nazi y las tropas y la aviación fascistas italianas. La República quedó sola y aislada desde un comienzo. Ningún gobierno, incluyendo el francés -gobernado por un Frente Popular de izquierdas-, buscó entrometerse, y frenó todo traspaso de armamento a través de una larga frontera. Occidente se silenció, en la medida que la República apañaba a las filas rojas, al peligro comunista, según observaban los líderes. Moscú sí ayudó con refuerzos militares y equipos, pero cobró por ello. España terminó pagando al régimen de Stalin cerca del 700 millones de dólares en barras de oro.

El golpe se extendió el 18 y el 19 de julio a la península y triunfó, guiados por los generales Mola y Queipo del Llano en Galicia, en Castilla-León, en Navarra, en Zaragoza, en parte de Andalucía (en Granada asesinaron al poeta Federico García Lorca) y en las islas Baleares. Fracasó, sin embargo, en Asturias, la cornisa cantábrica, una parte del País Vasco, Cataluña, Madrid, Castilla-La Mancha, Murcia y el este de Andalucía. El fracaso parcial del levantamiento armado partió al país en dos bandos irreconciliables.

Los militares no tuvieron respaldo popular ni de los intelectuales ni de los partidos que adherían a un ideal republicano. Sí encontraron buen eco en los terratenientes, en un amplio sector de la burguesía urbana, en los monárquicos, en los partidos políticos de derecha y, fundamentalmente, en la Iglesia Católica.

Preparados para aniquilarse unos a otros, las fuerzas estaban desparejas. Los sublevados, en cuyo frente se ubicó el general Francisco Franco, contaban con las mejores fuentes de alimentación, los cereales y el ganado de Galicia y de Castilla y las minas de carbón y se nucleaban en legiones bien preparadas para el combate. En la zona que defendía la República, elegida democráticamente pocos meses antes del rechazo militar, quedaron las regiones industriales, productos de huerta y las reservas en oro del Banco de España. Militarmente, la República era débil y al comienzo sólo se lucieron las milicias politizadas, especialmente las anarquistas y las del POUM, un grupo de izquierdas disidentes de Moscú y del stalinismo.

Había odio intenso y deseos febriles de venganza, de uno y de otro lado. Esos sentimientos no habían surgido de la nada y llevaban décadas, tal vez un siglo de gestación. Porque la de España era una sociedad extremadamente dividida. El historiador británico Paul Preston, docente en Oxford y un especialista en el pasado ibérico escribió: “ La idea de que los problemas políticos podían solucionarse de manera más natural por la violencia que por el debate estaba firmemente arraigada en un país en el que, durante mil años, la guerra civil no había sido una excepción”.

Durante los cien años anteriores a 1936 se produjo la división del país en dos bloques sociales ampliamente antagónicos. Cuando se estableció la Segunda República, el 14 de abril de 1931 -en medio de la Gran Depresión Económica Mundial-, muchos españoles consideraron que todo se encaminaba a solucionarse a través del más duro de los enfrentamientos.

Es que desde el siglo XIX nunca pudieron coincidir la industrialización, la modernización del país y la modernización política a los vaivenes entre la monarquía y la Dictadura de Primo de Rivera. De un lado estaba la oligarquía terrateniente. Del otro, los combativos obreros de las fábricas de alto nivel de producción del País Vasco (siderúrgicas y de industria naval) y del País Catalán (textiles entre otros sectores poderosos). El hambre de tierra de los que trabajaban la tierra contribuyeron a crear un deseo de cambio y es por eso que surgió el anarquismo y el socialismo, que se hicieron muy fuertes en importantes zonas del país.

En 1931, dos millones de trabajadores agrícolas no tenían tierras propias, mientras 50.000 terratenientes eran dueños de la mitad del territorio español. En Sevilla, el 5 por ciento de los propietarios era dueño del 72 por ciento de las tierras disponibles de provincia. Obreros y campesinos unieron sus voluntades y sus protestas. En el medio estaban los dirigentes de centro, los republicanos laicos, antimonárquicos, defensores de las democracias representativas y antiterratenentes, dueños de latifundios. A todo ello se fueron sumando los movimientos separatistas del resto de España, los catalanes y los vascos. Unos españoles buscaban el cambio. Otros se resistían, con hostilidad.

El gran poeta Antonio Machado intentó describir las dos Españas. Escribió: “Ya hay un español que quiere / vivir y a vivir empieza / entre una España que muere / y la otra que bosteza”.

Machado cuestiona a la “España inferior”. Y lo expresa “ España de charanga y pandereta /cerrado y sacristía / devota de Frascuelo y de María / de espíritu burlón y de alma quieta”. Más abajo agrega: “España inferior que ora y bosteza / vieja y tahúr, zaragatera y triste/ esa España inferior que ora y embiste / cuando se digna usar de la cabeza”.

La Guerra Civil fue ganada por los rebeldes que consagraron a Franco como el Caudillo máximo. Al caer Barcelona en manos de aquellos sublevados, escaparon rumbo a la frontera con Francia más de 500.000 españoles, un éxodo impresionante que cruzó los Pirineos en medio de condiciones climatológicas severas, a pie, en pocos autos, sin ayuda alguna. Apenas pisaron suelo francés fueron encerrados en campos especiales, sin libertad de movimiento. Luego tratarían de llegar a Inglaterra donde formaron parte de las fuerzas aliadas. Fueron españoles republicanos los que, tiempo después del desembarco en Normandía, el día D, llegaron primero a París y consagraron su liberación.

Dirigentes republicanos optaron por el exilio, en especial en América Latina. Hubo una desinteresada ayuda de México, cuyo presidente, el general Lázaro Cárdenas, no sólo remitió cargamentos de armas a los republicanos sino que les dio refugio desinteresado en su país al concluir el conflicto, y fue personalmente a recibir a los perseguidos que arribaban en los barcos. Consiguieron llegar también a Buenos Aires intelectuales de valía, especialistas en derecho y periodistas a quien el empresario Natalio Botana les ofreció trabajo en la redacción del diario Crítica.

La Guerra Civil Española comenzó 16 años después de finalizada la Primera Guerra Mundial -España no participó en ella- y seis antes de la segunda. Bien se dice fue un ensayo de lo que sería el enfrentamiento feroz que se desencadenaría en Europa.