Por: Dardo Gasparre
Perdón por no ocuparme de los temas del momento con los que nos distraernos para no arriesgar opiniones de fondo. Seguiré analizando lo que los candidatos deben enfrentar si son electos presidente y lo que aparentemente están pensando hacer, suponiendo que estén pensando.
Daniel Scioli y Sergio Massa están jugados al endeudamiento, tanto para financiar el gasto como para eliminar el cepo y también para la imprescindible renovación y hasta revolución de la infraestructura, que lleva 20 años de atraso como mínimo. Mauricio Macri ha hablado a veces de inversión, pero con bastante timidez y sin precisar las áreas. Ahora lo oculta.
Los estatistas conciben la deuda como el único mecanismo de financiamiento y lo mismo ocurre con nuestra sociedad, que tiende a acostumbrarse a la mediocridad de pensamiento y espíritu con sorprendente facilidad. Nuestros políticos son dignos de esa sociedad. Se ha llegado al error de llamar inversores a los que compran un bono.
A esos políticos, casi todos estatistas, no les cabe la idea de inversión privada. Necesitan que sea el Estado el que funcione como gran hacedor y que se endeude para ello. Lo mismo ocurre con nuestros empresarios prebendarios. Necesitan un Estado estúpido con quien contratar y que les pague más de lo que corresponde y tome deuda para pagarles. Eso les permite prescindir de la competencia y de la necesidad de ser eficientes y obtener rápidas ganancias en juicios manejados por abogados vendidos.
Para los estatistas, políticos o empresarios vividores, hablar de inversión es un problema, porque significa que las obras o los emprendimientos serán privados y extranjeros, ya que los argentinos no tenemos fondos blancos, se sabe.
Por eso cuando la magnitud de un emprendimiento requiere necesariamente empresas e inversión externa, el Estado y los prebendarios se las ingenian para inventar complicadas figuras donde siempre debe ser protagonista una empresa nacional, asociada con “inversores” o “fondos” extranjeros, o con empresas extranjeras que terminan comportándose como argentinos. Basta mirar lo que está haciendo YPF, los contratos que firma y anula, y con quién lo hace.
A lo máximo que parece llegar nuestra inventiva es a arreglar con los holdouts y salir a tomar crédito para todos los propósitos y despropósitos. Y para financiar planes faraónicos de obras, que estarán en manos de contratistas nacionales. O sea, el futuro parece ser igual que siempre. En el mejor de los casos, echaremos a La Cámpora del presupuesto, pero la reemplazaremos multiplicada por mil por la patria contratista.
Sin embargo, la inversión externa permitiría resolver una gran cantidad de situaciones que hoy parecen imposibles de solucionar. Desde el gravísimo desabastecimiento energético, incluido tarifas y subsidios, hasta obras como los subterráneos de la ciudad de Buenos Aires, que nunca serán ampliados y modernizados con los métodos actuales. A lo máximo a que podemos aspirar es a más bicisendas y carriles exclusivos con nombres rimbombantes, que son, sin embargo, meros carriles exclusivos. Caros.
Autopistas, diques, cárceles, hospitales, ferrocarriles, colectivos, deberían recibir esa inversión y ser sacados de las manos del Estado subsidiador y del concesionario socio cómplice y retornador. Una manera efectiva de bajar el gasto sin costo social.
Un problema gravísimo como el de Aerolíneas, a la que Macri promete volver eficiente (sueño de una noche de verano) y Scioli y Massa prometen perpetuar en su ineficiencia, también tiene solución con inversión y operación extranjera.
Cuando se habla de inversión privada, o sea, inversión externa, surge inmediatamente el ejemplo de las privatizaciones de Carlos Menem. Por supuesto, la gran mayoría de los críticos jamás ha leído una página de los contratos, ni sabe cómo fueron concebidos y redactados.
Sin las privatizaciones de Menem, sin embargo, el kirchnerismo no habría podido mantener en funcionamiento el sistema productivo y jamás habría podido realizar avances en infraestructura por su cuenta. Basta ver el estado en que la deja, al borde del colapso (Prometo una nota específica sobre las privatizaciones y su historia).
Los contratistas, que no aportan ni consiguen financiación, obligan al Estado a endeudarse y fabrican juicios millonarios que les hacen ganar fortunas sin hacer las obras, nos condenan a quedarnos sin infraestructura en pocos años, tal vez en cuestión de pocos meses. Nunca ese sistema va a construir nada.
Está claro que nuestro Estado odia la inversión privada. Aun cuando no tiene más remedio que recurrir a ella, elige a las empresas o los países famosos por estar dispuestos a dar coimas o retornos. Los casos de IBM, Siemens, Skanska, Chevron, Repsol y varias empresas españolas son suficientemente conocidos. Ahora hemos agregado a China, Rusia y lo peor de África.
A pesar de todas las críticas y los defectos, la inversión externa es muchísimo más conveniente que la toma de deuda. La primera opción tiene un porcentaje bastante alto de probabilidades de éxito. La segunda, que implica al Estado gestionando, ninguno.
La inversión obliga a un compromiso mutuo del Estado y el inversor, aunque resulte más complejo al comienzo. El endeudamiento es un pozo negro (sic) en el que se pierden todas las responsabilidades, menos la de las generaciones futuras, que deben pagarlo.
Todas esas mentes brillantes económicas que se arrojan sobre la sociedad como espejitos de colores para mostrar la seriedad de la futura gestión de cada candidato deberían desempolvarse y dejar de pensar en la deuda como una herramienta de crecimiento, postergación o salida fácil y temporaria de la crisis.
La inversión es la verdadera solución. Claro que para eso hay que ser serio. En cambio, para tomar deuda basta con arreglar de cualquier modo con los holdouts, ¿verdad? O eso dicen ahora.