Medellín.- Cuando escribí hace exactamente un año un artículo con este mismo título y en el que consideré que "el Gobierno Nacional está (estaba) en mora de asumir con todas las consecuencias la declaratoria del estado de excepción en el Cauca", nunca imaginé, no obstante haber calificado la situación de aquel entonces como de suma importancia para el desenlace del conflicto armado, que tuviera el tipo de desarrollo que estamos presenciando. Un movimiento indígena indignado hasta la saciedad con ser el blanco de la guerra que sin entrar en distinciones pretende sacar del área a los "actores armados" y que en consecuencia así procede llegando a acciones contra los soldados del Ejército tipo linchamiento, maltrato a la dignidad de las tropas manifestada en insultos, escupitajos, empellones y empujones. No hay evidencia de que así fueron tratados los guerrilleros, ya que estos, obedientes, se retiraron al monte y a la montaña profunda. Al margen de la justa indignación de los pueblos indígenas, los hechos nos ponen ante la siguiente situación: al tratar de la misma forma a las guerrillas y a la Fuerza Pública han borrado varias distinciones necesarias como que las primeras están por fuera de la legalidad, apelan a métodos terroristas, usan armas (los tatucos) que por su imprecisión dañan a la población civil y a sus bienes e infiltran a sus comunidades, mientras la segunda actúa en cumplimiento de un mandato constitucional. Los primeros no se atienen al derecho internacional humanitario porque piensan que su "rebelión" aún no los convierte en Estado, entre tanto los soldados deben observar (y a fe que lo hicieron con hombría y sensatez ante las humillaciones de los grupos indígenas) con rigor tales prescripciones y normas de guerra so pena de verse sometidos a juicios penales. Eso de llamar actores armados a guerrilla y soldados es de por sí una humillación, que, valga precisarlo, no surge sólo del lenguaje de los que sostienen que en Colombia se vive un conflicto social y armado sino también de micos incrustados en leyes que le reconocen estatus de beligerancia a las guerrillas. Si lo que sigue es el abandono de los territorios del Cauca por parte de la tropa oficial, es decir, si triunfa la tesis u objetivo indígena lo que se habrá generado es una zona franca y de despeje de hecho, por la que las guerrillas, ausentadas en principio, no dudarán en volver a transitar sin necesidad de operar militarmente puesto que su enemigo habrá salido. Harán presencia de autoridad, utilizarán para el tráfico de armas, narcóticos y de sus hombres un vasto territorio que los indígenas no están en capacidad de gobernar. El resultado en esta opción indeseable es que las guerrillas salen triunfantes, con un área estratégica bajo su dominio que no dudarán en presentar como territorio bajo su control. Con un peligro adicional, el ejemplo cundirá en otras zonas donde las guerrillas, con su poder de intimidación y con el manejo del narcotráfico que genera sostén a miles de campesinos, los movilizará a las áreas urbanas para exigir lo mismo: el retiro, en principio de todos los actores armados pero en realidad de la Fuerza Pública. Un ejemplo de ello es la movilización que se está dando en Putumayo. Lo que se devela, entonces, muy a pesar de voces de intelectuales despistados y de calanchines de las guerrillas incrustados en los medios y en la sociedad civil, no es que el telón de fondo es la demanda de justicia ante una deuda histórica con los nativos, contraída desde la época colonial, y que los colombianos no indígenas estamos obligados a pagar, sino una estrategia muy fina de las guerrillas que, apuntaladas en el Gran Macizo Colombiano, tratan de utilizar en su favor, situaciones de precariedad de la población para presionar al Estado, no a que resuelva esas reivindicaciones, sino a que retire sus tropas, que son presentadas como tropas de ocupación. Ideal para preparar las condiciones para una negociación de fuerza con el gobierno Santos. La disyuntiva o alternativa para el gobierno, para el Estado y para la Fuerza Pública no es sencilla ni fácil. El presidente y el ministro de Defensa han asumido una posición de firmeza en el sentido de que no se moverán las tropas. Sin embargo, ante una factible radicalización de los indígenas, o sea una arreciada de sus humillaciones a la tropa, no sabemos cómo vaya a proceder el Ejecutivo y a reaccionar la misma tropa. Es urgente evitar que un sentimiento de impotencia y de abandono de la población civil se apodere del Ejército Nacional por cuanto las consecuencias podrían ser desastrosas e incluso podrían conllevar a la pérdida de las posiciones ganadas en años anteriores. Por lo mismo, y a pesar de las discrepancias o reservas que muchos podamos tener frente a la política del presidente Santos sobre el tema de seguridad, es preciso que todos los colombianos, opositores incluidos, manifestemos nuestro apoyo y nuestra solidaridad con la Fuerza Pública y además con la decisión del presidente de no sacarla de los territorios caucanos, que son territorio de la nación indivisible y unitaria para la que la Constitución la ha consagrado a su defensa. Para el ejercicio de la crítica es mejor esperar a que se disipe el peligro y nada más esperanzador que el diálogo en curso entre altos representantes de la comunidad indígena y ministros del gobierno. Muchas ONG, políticos, columnistas e intelectuales liberales, verdes, progresistas y de izquierda han llamado por años a defender la Constitución de 1991. ¿Podrán ellos entender que la pretensión indígena de sacar a la Fuerza Pública de sus territorios es un desacato grave a esa Constitución o pasarán de agache y justificarán, con argumentos sociológicos, la observancia fragmentada de su legitimidad?