La elección presidencial del próximo 7 de octubre en Venezuela tendrá repercusiones continentales. Las expectativas rebasan con creces la dinámica interna de la lucha entre Hugo Chávez y Henrique Capriles. Está en juego, de un lado, la continuidad del proyecto de socialismo bolivariano, con todo el perjuicio que ha implicado para la economía, las instituciones republicanas, las libertades y la democracia, y, de otra parte, la posibilidad que abrazan, hoy con más realismo, los demócratas unidos en torno a la joven figura de Capriles, para iniciar la operación de salvamento de todo aquello que Chávez ha puesto en franco retroceso.
No es asunto de poca envergadura el dilema que afrontan, pues, los venezolanos. El triunfo de Chávez significaría la profundización de la demagogia, del populismo, del estatismo, de la anulación de la empresa privada, de la cancelación de las libertades individuales, del cierre de la prensa opositora. Su triunfo representaría la autorización para seguir el camino castrista y la imposición de un régimen dictatorial revestido de demócrata. En plata blanca, el país hermano está abocado a decidir entre el abismo chavista o el camino espinoso de la restauración de la democracia, las libertades y la recomposición de un modelo económico sustentable, mixto, que respete la iniciativa privada y que detenga el desbordado gasto y feria de recursos de la burocracia corrupta que ha engordado a expensas de Chávez.
Pero, más allá de sus fronteras, el gobierno venezolano ha logrado forjar y hacer realidad un modelo de revolución que a partir de las dádivas en petróleo se ha extendido y consolidado en varios países del continente. No se puede negar que el uso abusivo de esa riqueza le ha permitido al chavismo irrigar movimientos antinorteamericanos y estatizantes, antiglobalización y anticapitalistas, al menos de palabra. De tal forma que Chávez se ha convertido y ha convertido a Venezuela en un punto de gran importancia geoestratégica, al menos en la región, aunque no se deben despreciar sus relaciones con potencias extracontinentales como Rusia y con países tradicionalmente rivales de Estados Unidos como las dictaduras de Irán, Siria y la Libia de Ghadafi. Su revolución llama la atención y goza de simpatías en los pequeños estados antillanos y en el recién constituido eje del ALBA (Alianza Bolivariana para las Américas). Ha ejercido un fuerte liderazgo en la formación de Unasur y en el desprestigio de la OEA. En suma, es un referente obligado en la política internacional en el continente americano. Todo ello se podría echar a perder, en buena medida, ante el triunfo de Capriles, quien promete dirigir sus esfuerzos hacia la recomposición de las instituciones y de la economía internas. El resultado del 7 de octubre será decisivo, en sentido positivo o negativo para muchos de los aliados del chavismo.
Sin embargo, el país y gobierno cuya suerte depende en grado sumo de esta elección es el cubano. Cuba es un país que nunca ha podido hacer viable su promocionada revolución. Siempre ha dependido de ayudas y solidaridades externas. En Venezuela ha construido un muro de contención y protección en torno al caudillo gracias a quien recibe petróleo en grandes cantidades que paga en especie con el envío de técnicos y profesionales y un numeroso cuerpo de seguridad que rodea a Chávez. Cuba depende hoy más que nunca de las dádivas de un tercero. La derrota de Chávez, sería, muy probablemente, el hundimiento definitivo de su economía.
Acuerdos políticos y militares con Irán, con Rusia, protección a los etarras, solidaridad con las satrapías árabes, regalos y precios subsidiados a los países antillanos, chorros de petróleo para Cuba, soporte a los países del ALBA y a gobiernos aliados en Suramérica, todo ello es lo que está en juego en las elecciones presidenciales venezolanas. Corren peligro los gobiernos cada vez más autoritarios de Evo en Bolivia y Correa en Ecuador, pero también el muy corrupto e ilegítimo de Ortega en Nicaragua. Un enorme desafío a un ordenamiento forjado e inflado con el petróleo, estimulado con un discurso antinorteamericano, que arremete contra las libertades de prensa y de opinión, desfigura la democracia al entronizar unas reglas de juego que hacen casi imposible el cambio o el relevo democrático. Peligra la retórica ampulosa, chabacana, desafiante y ordinaria de un caudillo que quiere pasar a la gloria eterna y sembrar el culto a la personalidad en torno de su imagen magnificada artificiosamente por sus áulicos de adentro y de afuera de su país.
No se puede minimizar el impacto y la trascendencia que la elección del 7 de octubre puede tener para Colombia. Basta constatar que no obstante la buena relación del caudillo con el presidente Juan Manuel Santos, el territorio venezolano sigue siendo utilizado a placer por los altos jefes de las guerrillas colombianas que han encontrado protección de ese gobierno y proyección política para impulsar la revolución bolivariana de la que dichas guerrillas son adalides y, en cierta forma, vanguardia armada, retaguardia ante una supuesta invasión imperialista o “conspiración de las oligarquías”. Es claro que estas guerrillas también se verán beneficiadas o perjudicadas de acuerdo con el resultado.