Reconciliación es una de las palabras que, al lado de paz, reparación, verdad, justicia y perdón, estaremos escuchando con inusual frecuencia en estos días de negociación entre el gobierno colombiano y las FARC. Es una palabra que tiene connotaciones individuales y colectivas, políticas, sentimentales y éticas. Requiere de mutuo acuerdo o compromiso entre dos o más partes y supone el reconocimiento de una agresión o daño producido entre ellas o por una de ellas a la otra.
En su más pura significación ética y política y por tanto colectiva, hay que reconocer que es una viejísima opción en la experiencia humana y que en el caso colombiano la hemos practicado más de una vez: federalistas con centralistas, bolivarianos con santanderistas, liberales y conservadores, guerrilleros y defensores del régimen constitucional. De manera pues que excluyo adrede toda referencia a reconciliaciones en un ámbito de menor alcance y a otras que son impensables como la que se podría dar con personas, grupos, dirigentes políticos o jefes militares que han causado grave y enorme daño a la humanidad en los que solo cabe el castigo penal. Tampoco procede la reconciliación con bandidos tipo Pablo Escobar o jefes mafiosos.
De la reconciliación en el conflicto armado colombiano hablaremos. En sentido político, la reconciliación no consiste en una simple declaración de perdón, de ofrecimiento de disculpas y de hacer votos para evitar que se repitan los daños causados. Tampoco consiste en que los adversarios se den la mano o un abrazo ni mucho menos de que olviden o enmascaren las divergencias ideológicas o sus penas. Por el contrario, debe entenderse que a través de esa acción sublime no se está entrando en el campo de la utópica hermandad absoluta. Sin embargo, sería torpe desconocer que dicho acto exige renuncias explícitas. Los rivales, cada uno en la medida de sus responsabilidades, están conminados a renunciar al uso de las armas y de la violencia, a reconocer una sola institucionalidad, a respetar el estado de derecho y la Constitución y por tanto el monopolio de las armas por parte de las fuerzas armadas de la Nación. Es ahí donde comienza y se hace factible el acto de la reconciliación.
Las negociaciones en La Habana se vislumbran complicadas si tenemos en cuenta el nada conciliador discurso del jefe fariano Iván Márquez, que coincide con declaraciones previas de Rodrigo Granda y que por tanto, dan cuenta de una línea de pensamiento homogéneamente radical de las FARC. Presentarse como víctima, expresión del pueblo en armas, mantener postulados dogmáticos similares a los que expusieron en sus orígenes, como si nada hubiese cambiado en el mundo y en Colombia. Plantear que la paz solo será posible si se hace lo que ellos consideran justo. No realizar ninguna autocrítica, no hacer reconsideración de la lucha armada. Insistir en la condena al sistema, a los empresarios, a las instituciones, incluida la Constitución del 91 y a la vez guardar silencio sobre los crímenes cometidos, sobre el secuestro, el reclutamiento de menores, las masacres, los daños a bienes civiles y públicos, creer que pueden alcanzar en la mesa lo que no en 50 años de alzamiento inútil, no constituye un buen augurio para hablar de paz con sensatez y con esperanza. El discurso de Márquez es una bofetada a las expectativas positivas que tenía gran parte de la opinión pública, de ahí la desilusión lógica que se vio en las encuestas.
Imposible no hacer un comentario sobre el discurso del jefe de la delegación oficial, Humberto de la Calle, en Oslo. Imperdonable la pobreza ideológica exhibida. Se limitó a enfatizar en aspectos procedimentales y metodológicos. Dejó de lado el debate político, con lo que el mensaje, ese sí ideológico y programático, que quedó para la opinión mundial, fue el de una guerrilla víctima de un Estado criminal. Ni una palabra sobre el proceso de reformas políticas que se han puesto en marcha en el país en los últimos 30 años, ni una palabra sobre negociaciones exitosas entre guerrillas y gobiernos anteriores, ninguna defensa de las políticas estatales en materia de seguridad y derechos humanos. En cambio, con presteza inusual ofreció y sin que se lo pidieran, participación política a las guerrillas si firman la paz, haciendo omisión de los compromisos internacionales asumido por el país en materia de castigo por delitos de lesa humanidad y crímenes de guerra que la impiden.
Si las guerrillas estuvieran de verdad interesadas en la paz deben aceptar cuanto antes los generosos ofrecimientos que les ha hecho el gobierno Santos y abandonar la exigencia de más concesiones. Se les ha dado reconocimiento político por ley, se ha adoptado una Ley Marco para la Paz a su medida, se les garantiza no ir a la cárcel, se les brinda garantías para participar en política. Muchas personas, con razones respetables, no están de acuerdo con esa benignidad, las víctimas de las guerrillas se sienten ofendidas. Sin embargo, creo que la inmensa mayoría de colombianos no tendríamos opción diferente a tragarnos estos sapos si hacen entrega de las armas, prometen resarcir el daño causado a las víctimas y contribuir a la verdad.
Hay un obstáculo en el camino de una reconciliación así entendida. Es la idea dominante en importantes y representativos círculos académicos, intelectuales, artísticos, literarios y hasta políticos tradicionales según la cual, llegó la hora de poner todo en consideración, de proceder, ahora sí, a realizar las reformas que rediman a la sociedad de la inequidad y la desigualdad o a refundar el Estado como dijeron Márquez y Granda. De esa forma les otorgan a las guerrillas, quiéranlo o no, un poder de representación que no tienen. Una cosa es reconocer la necesidad de reformas de justicia social y otra, ya muy perversa, es descargar esa bandera en manos de quienes no las han facilitado con sus acciones violentas. Pero, la idea de que la lucha armada está inspirada en causas objetivas merece crítica aparte.