Que el Estado colombiano debe tener la iniciativa y salir airoso en esta negociación de paz con las FARC tiene toda la lógica. Luego de la contraofensiva lanzada con las tropas a través de la política de Seguridad Democrática, la guerrilla se ha debilitado de modo profundo, además, está comprometida en la comisión de delitos de lesa humanidad y carece de respaldo significativo entre la población. De manera que la idea, expuesta por varios analistas, en el sentido de que de este proceso tendrán que salir las nuevas y urgentes reformas sociales que clama el pueblo colombiano no deja de suscitar dudas razonables.
Resulta que en la mesa la guerrilla no puede ponerse en pie de igualdad moral, ni política ni militar con el Estado colombiano. Los que así piensan, como Luis Ignacio Sandoval cuando dice: “Insurgentes, Gobierno y sociedad aspiramos a un país sin guerra mediante una paz justa, sin rendiciones, sin vencedores ni vencidos” (El Espectador, 18 de octubre de 2012), parten de ese equívoco e inflan el poder de las FARC. Ya lo hemos apreciado en las primeras de cambio, en la desafortunada declaración del presidente Santos en Popayán cuando aseguró que “no se les puede pedir a las FARC que se arrodillen, se rindan y entreguen las armas” (entrevista a CNN, 28 de septiembre de 2012) y en los discursos que tratan de vender una posición moralista a ultranza sobre la naturaleza justiciera y altruista de las FARC, que desconoce que una negociación es una experiencia de poder, de tiras y aflojes, de evaluación de posibilidades y conveniencias en vez de espacio para dictaminar si su lucha está basada en la justicia social y en un mandato del pueblo. No creo que sea humillante que reconozcan, en cambio, el fracaso de su proyecto, cinco décadas son suficientes para hacer el balance que en ningún sentido les favorece. Una auténtica insurrección de las masas toma poco tiempo, véase lo ocurrido en Libia, Túnez y Siria. Ni la guerra popular prolongada de Mao en China duró tanto.
Si en el desayuno el almuerzo empieza a oler maluco, estamos en el deber de afinar las dudas expuestas por muchos desde hace días. Desconfianza que no nace de un ánimo guerrerista sino de consideraciones basadas en experiencias negativas del pasado y en el rumbo diletante que le están imprimiendo las guerrillas a esta nueva ronda. Centenares de académicos e intelectuales así como decenas de columnistas están planteando cosas que en vez de ayudar perjudican las expectativas de paz. Decir que a la guerrilla no hay que exigirle la dejación y entrega de las armas es alimentarles la falsa idea de que estas todavía constituyen un elemento de fuerza y de presión. Insistir en que estamos ante un conflicto social y armado significa desconocer que no pudieron obtener el apoyo de la población. Y si esto no lo lograron, carece de presentación que las guerrillas obtengan en la mesa la revolución por decreto como se desprende de esta declaración: “Una paz negociada implicará reformas substanciales que afronten la aberrante inequidad, consagren garantías efectivas para el ejercicio de la oposición, atiendan en su raíz los conflictos por la tierra, pongan fin a las violaciones de los derechos humanos y reparen debidamente a las víctimas”. La guerrilla defiende una visión del mundo y un programa que ni la sociedad ni el Estado colombiano tienen por qué aceptar. No representa los intereses del campesinado ni tiene propuestas para reivindicar y fortalecer la vida rural.
Se leen frases bastante insidiosas que dan cuenta de una turbiedad impresentable como las de Alvaro Forero Tascón, que colabora al discurso fariano con razonamientos según los cuales hay que firmar la paz para evitar el resurgimiento del uribismo: “Firmar un acuerdo de paz sería la manera más contundente de derrotar a Uribe, porque con ello las FARC demostrarían que éste no las pudo derrotar… Firmada la paz, la importancia histórica de Uribe se reduciría enormemente…” (EE, 14 de octubre 2012). Mauricio García Villegas sostuvo idea similar al comentar la desafortunada intervención de Márquez en Oslo: “Eso fue lo que hizo Márquez, darles argumentos a los enemigos de la paz, agazapados en la extrema derecha… Resultado: quienes intentan hacer hoy la paz desde el Gobierno tienen menos argumentos para disuadir a esos enemigos de la paz. Eso no es lo peor; si esto fracasa, es probable que el uribismo vuelva recargado” (EE, 19 de octubre de 2012). Lo que devela una posición que está flotando en el ambiente de cierta elite capitalina consistente en hacer hasta lo imposible, incluso venderle el alma al diablo, con tal de que otros desaparezcan de la política nacional. Es decir, la paz para aplastar el uribismo que es peor que las FARC. Otros amigos de esa paz de los infiernos no tienen empacho en alabar la intervención de Márquez, como lo demostró en reciente columna María Elvira Bonilla, “Cuando hablar claro incomoda” (EE 21 de octubre de 2012). Y, luego de la obscena vulgaridad de considerar a Uribe peor que las FARC, hablan de reconciliación sin ruborizarse y quieren que callemos nuestras críticas.
Optar por la supremacía del Estado y de nuestra democracia no indica, como piensa la mayoría de los progresistas y en general la izquierda, el desconocimiento de la necesidad de que se acometan urgentes reformas de carácter social para superar las lacerantes desigualdades. La diferencia es clara y debe marcarse, la puesta en marcha de esos programas debe hacerse en el ámbito y en las esferas de las luchas políticas y sociales y por caminos institucionales. Es muy lamentable que a estas alturas de la vida les estemos prestando argumentos a quienes están en mora de reconocer su derrota estratégica (pueden sobrevivir muchos siglos pero aislados de la sociedad), aceptar la justicia transicional, confesar sus crímenes de guerra, contribuir al establecimiento de las verdades y pedir perdón a la sociedad y muy especialmente a sus víctimas.