A nadie con mínimo sentido común se le ocurriría negar que en la violencia sufrida por Colombia en las últimas décadas, todos los que tienen que ver con ella, desde posiciones institucionales o por fuera, han incurrido en violaciones de los derechos humanos y del derecho internacional humanitario (en adelante, DIH).
Este consenso tiende a diluirse cuando se busca establecer el origen de las arbitrariedades, la responsabilidad individual u orgánica, los deberes que cada quien está obligado a cumplir, la justeza y la legitimidad de quienes se han enfrentado y los intereses y valores que se defienden.
El debate librado en torno al proceso de discusión y aprobación del proyecto que pretende restablecer para la Fuerza Pública y sus integrantes el fuero militar es un buen ejemplo sobre lo dicho. No está en la pretensión de estas notas incursionar en los contenidos del proyecto próximo a convertirse en ley de la República. Sin embargo, considero de vital importancia referirme a algunas posiciones que afloraron sobre el polémico asunto.
Por ejemplo, llama la atención el fuerte y sistemático lobby adelantado por la burocracia de los derechos humanos a nivel nacional e internacional, esgrimiendo una actitud totalmente hostil al otorgamiento del fuero militar, con amenazas veladas y abiertas de sanciones para el Estado colombiano en caso de aprobarse. Se llegó a afirmar, en lo que constituye un exabrupto jurídico, que el Estado nacional podría ser llevado ante la Corte Penal Internacional, desconociendo adrede que dicho organismo tiene a su cargo el juzgamiento de individuos y no de los estados. La Federación Internacional de los Derechos Humanos (FIDH), Human Rights Watch (HRW), la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) -prejuzgando- en el plano externo, junto con colectivos y asociaciones de abogados litigantes en la materia y varios expertos en derecho internacional desde sus columnas en la prensa, dieron a entender que el fuero militar significa, en Colombia, una puerta abierta o patente de corso a la impunidad de los militares en el conflicto armado.
Dicho razonamiento se inspira en la imputación contra la Fuerza Pública de ser, como institución, violadora de los derechos humanos y del DIH, desconociendo que los gobiernos y ella misma han admitido que miembros o unidades han cometido atropellos y crímenes en el marco de la confrontación y que la justicia civil ha podido, en el ambiente de parsimonia e ineficiencia que le es característico, armar procesos y condenar a varios oficiales de alto y medio rango y a numerosos suboficiales y soldados.
Se detecta un claro prejuicio ideológico con intereses políticos en contra del actuar de las Fuerzas Armadas. Ello significa la violación de varios preceptos judiciales por parte de quienes se autoproclaman defensores del rigor con que se debe aplicar la justicia. El primero es el relacionado con la presunción de inocencia que cobija a todas las personas, y muy especialmente, a los integrantes de la fuerza armada estatal, en tanto actúan con la investidura legal del estado de derecho, y bajo juramento de defensa de la ley, el orden, la libertad, la democracia y la justicia. No se puede decir lo mismo de organizaciones irregulares que se proponen subvertir o destruir o desfigurar o destrozar esos valores. De suerte que si algún soldado o policía viola su juramento y compromiso será sujeto de investigación y castigo. Los enemigos del fuero, de entrada, afirman que es la institución armada del Estado como tal la que delinque, la que tiene una política de violación de los derechos humanos. El mismo discurso que aplicaron para juzgar a dictaduras latinoamericanas donde sí se adelantó una política de Estado violatoria del derecho internacional.
De la negación del principio de inocencia y el desconocimiento de la investidura legítima de los soldados se desprende la desconfianza, per se, sobre la fuerza armada. Durante el debate, el argumento más socorrido de los humanitaristas consistió en sostener que los militares harán mal uso del fuero, así este sea tan recortado, como lo sostienen algunos analistas que dicen que el aprobado empeora las condiciones de protección jurídica que reclama la tropa.
En cambio, los enjundiosos enemigos del fuero militar guardaron absoluto mutismo cuando el Congreso de la República aprobó la ley marco para la paz que ofrece de antemano impunidad a las guerrillas, reducción considerable de penas y excarcelación a los responsables de delitos de lesa humanidad, sin la exigencia de confesar la verdad y reparar a las víctimas. En ese caso brilló por su ausencia el rigor jurídico. Por el contrario, fue mucha la tinta derramada para justificar la vuelta de tuerca de las normas y la manipulación burda para justificar el relativismo jurídico.
Relativismo que se hace evidente, por ejemplo, cuando los mismos opositores al fuero son los que llaman respetar los fallos de la justicia internacional -refiriéndose al fallo de la Corte de La Haya sobre el archipiélago de San Andrés- a la vez que argumentan en favor de no acatar las normas de la Corte Penal Internacional o atenuar su rigor para que las guerrillas sean objeto de perdones, amnistías, indultos y favorabilidad política.
Se comprende por qué las organizaciones humanitaristas opuestas al fuero militar, con contadas excepciones, como HRW, nunca o casi nunca se refieren a los crímenes de las guerrillas, nunca hacen campañas contra sus violaciones a los derechos humanos, por qué los consideran, a contrapelo de la comunidad europea, como alzados en armas con motivaciones altruistas, por qué no les piden cuentas y no critican su rechazo a acoger el DIH y más bien se dedican a elaborar teorías sociopolíticas sobre las causas objetivas y estructurales de su existencia.
En el conflicto armado, que se libra también en el frente jurídico, la institucionalidad está perdiendo la batalla. El Estado colombiano y su fuerza armada sufren el estigma y el desprestigio en el plano externo, se reciben amenazas y la Fuerza Pública queda en condiciones desventajosas.