En cualquier país democrático que se respete, el asunto relativo a quién debe gobernar en caso de ausencia temporal o absoluta del mandatario titular está plenamente reglado y no tiene por qué dar lugar a especulaciones a incertidumbres y manoseos. No es admisible, bajo ningún punto de vista, banalizar las normas constitucionales que estipulan con claridad la sucesión en casos de vacío. La democracia como método de gobierno y como procedimiento que determina la formación del poder según criterios de representación es un universo de formalidades en el mejor sentido de la palabra. Es tan importante la claridad y la transparencia en el acto de votar, de escrutar y elegir, como en el de jurar los cargos de responsabilidad pública, y ambos procederes son rituales, como los pasos que se deben dar para presentar un proyecto de ley en el Congreso, de tal forma que violar u omitir esa ritualidad resulta en la pérdida de valor y legitimidad de lo que se pretende hacer.
Lo que está sucediendo en Venezuela no está pues en el campo de la democracia. Tal parece que las normas que regulan el vacío de poder pueden ser interpretadas al amaño de los dos altos dirigentes que se disputan la sucesión de Chávez. Nada de lo que han dicho y hecho corresponde al método democrático ni a la constitución elaborada por los propios chavistas.
Tampoco se compadece con el más mínimo sentido de la dignidad del pueblo y de las instituciones venezolanas que sea en Cuba en donde se defina el futuro de Venezuela. De ser democrático, el gobierno de la isla no se prestaría para este tipo de manejos misteriosos, turbios y manipulados de la información sobre la condición médica del caudillo. Los Castro pretenden mantenerlo en el poder a como dé lugar para preservar las dádivas petroleras que este les garantiza. El proceder de los Castro y de su cuerpo de seguridad es el típico de una dictadura que monopoliza la información, deforma la verdad y monta un inmenso aparato de publicidad, propaganda ideológica, represión de las libertades y amenazas a quienes osen protestar. Demasiado humillante que sea el gobierno cubano el que esté decidiendo lo que debe hacerse en la república bolivariana.
Los Castro buscan aplicar a Caracas el mismo remedio que utilizaron en La Habana ante la enfermedad del decano de los dictadores del mundo: dosificar la información, evitar los anuncios sorpresivos, medir la reacción de la opinión, ocultar la gravedad, mentir. Pero, se preguntará el lector, ¿por qué toda esa dramaturgia y ese inmenso despliegue de truculencia? La razón no puede ser otra que el miedo a lo por venir en ausencia del personaje que todo, cual dios, lo decidía. No hay nada más tenebroso para las dictaduras, los dictadores y los sucesores que la incertidumbre del mañana. A rey muerto, guerra de herederos. La interpretación de la constitución que produjo el también chavista Tribunal Supremo de Justicia puede leerse como el novísimo aporte a la teoría del poder al consagrar que el cuerpo se hace espíritu y puede gobernar en ausencia. El dictamen del Supremo viola la Carta que dice defender pues lo que ella estipula es que Diosdado Cabello era quien debía asumir el mando y convocar a nueva elección. Pero la Nomenclatura decidió inventarse la figura del gobernante que ausente e incapaz de firmar un decreto y grabar un mensaje, puede ejercer el mando. El jefe de jefes, antes de internarse en los quirófanos fidelistas, proclamó que su sucesor era Nicolás Maduro, y ahí se armó el desorden sucesorio. Una cosa dice la Constitución y otra dijo el sátrapa.
Lo que se decide en Cuba, entonces, no es cosa de poca monta, asegurar la continuidad del experimento socialista bolivariano, aunque sea menester crear una atmósfera religiosa de culto a la personalidad. Es el costo que deben asumir para conjurar un enfrentamiento fratricida.
Otro miedo, con tono de pánico, es el que demuestran los dos encargados de asegurar la transición y la continuidad del experimento. Es el pánico ante unas nuevas elecciones puesto que ninguno de los dos reúne las condiciones carismáticas del caudillo y sus capacidades para repartir poder y ganar apoyos a punta de dádivas. Ninguno transmite el fervor y el entusiasmo que suscitaba Chávez entre las multitudes. Por eso, entendemos, no hubo juramento ni asunción de mando. Dicen, impávidos, que no era necesario puesto que Chávez, cual Cid Campeador, sigue gobernando y el juramento es mera “formalidad” que puede esperar.
Así, dan largas a la expectativa sucesoria, ganan tiempo para definir la disputa interna y se aseguren tuercas y tornillos del andamiaje del poder. Entretanto, Fidel en sus momentos de lucidez remojará sus barbas y, con la ayuda de Raúl, seguirá conspirando para que el petróleo venezolano, su tanque de oxígeno, siga fluyendo.
La democracia latinoamericana, una vez más, fue humillada y derrotada en medio de la solidaridad de gobernantes demócratas pusilánimes y del aplauso de los neocolonizados mandatarios del entorno bolivariano. Estos también padecen de miedo, miedo a que sus proyectos se quiebren ante la desaparición del rico mandamás de la barriada. No dirán ni pío la OEA ni Unasur, menos el grupo del ALBA donde las constituciones se manejan como trapo viejo, tampoco EEUU, muy ocupado en arreglar la propia casa. Levantar la voz contra el atropello a la democracia se justificó sólo en las crisis de Honduras y Paraguay.
Medellín, 13 de enero de 2013