En su cacería contra el ahora senador Álvaro Uribe, Iván Cepeda ha utilizado todo tipo de argucias, hasta la de acercarse a los enemigos históricos del comunismo fariano. Su consigna parece ser llevar a Uribe a la cárcel y ayudar a que Timochenko llegue al Congreso.
En su empeño lo acompaña una jauría de reconocidos escribidores y un variopinto elenco de políticos en el que juega, ya más de frente, el presidente, Juan Manuel Santos, que predican la paz y la reconciliación mientras le declaran la guerra al uribismo.
Su salida más reciente es hacerle un debate al senador Uribe por su responsabilidad en los crímenes del paramilitarismo con el apoyo de Claudia López, la Juana de Arco colombiana. En la bancada del Centro Democrático nadie se asustó y los retaron a realizarlo en un nivel más profundo de tal forma que se consideren todas las variables del fenómeno paramilitar, la parapolítica y por supuesto el de las guerrillas terroristas, sus crímenes de lesa humanidad y su entorno o periferia civil.
Habría que empezar por destapar los amplios nexos que las guerrillas han forjado hace muchísimos años con sectores y personalidades políticas de todas las tendencias, activistas de organizaciones gremiales, cooperativistas, funcionarios públicos, académicos e intelectuales.
El fenómeno de la paraguerrilla, que existe, no ocupa la atención de la Justicia no sólo porque ella sea inoperante ni porque de alguna forma se sienta el peso de la profunda infiltración de que ha sido objeto, sino porque se ha instalado a placer una teoría sociológica que justifica la lucha armada contra el Estado colombiano.
Ríos de tinta han corrido en los medios y en libros y revistas de carácter académico en los que se defiende la idea de las bases estructurales del levantamiento armado, se valida el delito político en el marco de una sociedad democrática, se desestima la influencia de proyectos revolucionarios y de gobiernos que como los de Cuba, la URSS y la China estimularon ideológica y militarmente la creación de guerrillas “revolucionarias” en los años sesenta del siglo pasado.
La ideología comunista, no obstante las denuncias y las evidencias de su carácter totalitario y antidemocrático que apela a la “violencia revolucionaria” para la toma del poder, ha servido de parapeto para que los crímenes de los regímenes y de los líderes comunistas como Lenin, Stalin, Mao, Fidel, Hoxa, Ceacescu, Pol Pot, etc., sean vistos no como crímenes de lesa humanidad, sino como hechos conexos al delito altruista de la rebelión y cuota de sangre sacrificial inevitable para la redención de la sociedad.
La periferia civil o entorno amigable de las guerrillas que en la actualidad es más fuerte y eficaz que cualquiera de sus debilitados y degradados frentes militares, nos quiere poner a bailar el son de la paz, anhelo convertido en una cantinela, en fraseología, en producto mediático, en una medallita, no deja aflorar las denuncias sobre las redes y conexiones de las guerrillas con sectores de la sociedad civil.
La labor que adelantan en la coyuntura actual se orienta a vendernos la idea de una paz “con profundas reformas sociales”, que no castigue los crímenes de guerra y de lesa humanidad, que le otorgue garantías de participación y elegibilidad política a la comandancia, que no se entreguen las armas, que se hable de “víctimas del conflicto” o del Estado y no de víctimas de las FARC o del ELN.
Esta noción de “víctimas” de un abstracto conflicto es una forma de hacerle el quite a su condición de victimarios que nos recuerda la de las “víctimas de la Violencia” que se impuso en los años del enfrentamiento liberal-conservador. En el libro clásico, la Violencia en Colombia, de Guzmán Campos, Umaña Luna y Fals Borda, se describe el proceso por medio del cual los huérfanos, las viudas y los despojados terminaron echándole la culpa no a las guerrillas liberales ni a la policía política ni a las chusmas godas, que nunca reconocieron sus actos vandálicos, sino a una “violencia” etérea e impersonal.
Si el senador Cepeda y sus camaradas quieren un debate, pues démosle curso. El país está en mora de poner sobre la mesa todos los elementos, las variables y las aristas del conflicto violento que hemos sufrido los colombianos en los últimos cincuenta años. Sobre sus protagonistas visibles y clandestinos. Necesitamos saber no sólo lo que hicieron los paramilitares y sobre sus relaciones con la clase política y empresarial o los desafueros del Estado. Es preciso hacer el mismo ejercicio en lo que toca con las guerrillas y sus aliados.
No puede ser que sigamos pasando de agache en pedirle cuentas, por ejemplo, al Partido Comunista y a otras organizaciones de izquierda por su apoyo velado o franco, ideológico o logístico a los grupos guerrilleros y por la apología de la lucha armada y de la “violencia popular y revolucionaria”. El Comité Central del PCC tenía entre sus miembros a “Tirofijo”, a “Jacobo Arenas” y a “Alfonso Cano. Y en su seno hubo altísimos dirigentes, como Manuel Cepeda que, según relato de Alvaro Delgado, otro miembro de ese Comité Central, en el libro Todo tiempo pasado fue peor, instigaron, estimularon y apoyaron la tenebrosa combinación de todas las formas de lucha. En honor de Cepeda Vargas un frente de las FARC lleva su nombre. Colombia necesita conocer los archivos de las sesiones de tantas plenarias del Comité Central de los comunistas para que se haga claridad sobre sus responsabilidades en los crímenes de las FARC y que nos expliquen, entre otras cosas, por qué los candidatos presidenciales de la UP, según Delgado, tenían que presentarse ante el Secretariado de esa guerrilla y cuánto tuvo que ver en el asesinato de algunos dirigentes de esa organización que se opusieron a continuar apoyando la lucha guerrillera.