Con la publicación de los “Acuerdos de La Habana” el gobierno quiere hacernos creer que se trata de un acto de transparencia, para que se vea que no hay nada oculto, que no se ha negociado la propiedad privada ni la Constitución ni la Fuerza Pública y que lo hace para disipar rumores, desinformación y campaña negra. En realidad lo hizo, si nos atenemos a la versión del periodista Álvaro Sierra (ET 26/09/2014), para no quedarse atrás de las FARC que ya los habían publicado.
El ministro del Interior quiere reducir todas las voces críticas a una operación de “campaña negra” de los guerreristas, negando en los hechos el derecho al disenso. Piensa el señor Cristo, cuota del samperismo en el Ejecutivo, que basta con decir que no hay nada grave ni comprometedor en los acuerdos para que todos vayamos a dormir tranquilos.
Al leer el contenido del texto sobre participación política, mi sorpresa es mayúscula. Resulta que lo que muchos sospechábamos, a saber, que en esas conversaciones el gobierno nacional había asumido una actitud capituladora y pusilánime, queda confirmada. Se hicieron concesiones demasiado graves, empezando por las que ya han sido ventiladas por los críticos. Por ejemplo, es grave en sentido superlativo que se le haya conferido estatus de contraparte en condiciones de igualdad a la guerrilla respecto del Estado. La consecuencia de esta humillación ante una guerrilla casi derrotada y desprestigiada ante los colombianos y el mundo, es que el documento muestra que el gobierno representa una parte de la población y del “conflicto” y las FARC la “otra”, la excluida, la perseguida, a la que le han mutilado sus derechos y restringido sus intenciones de hacer política por las buenas. Además, aunque digan lo contrario los voceros oficiales, se discutió en la mesa y se llegó a acuerdos en temas propios de la agenda nacional cuyo curso debe tener lugar en las corporaciones públicas.
Se puede observar, línea por línea, que el texto refleja muchísimo más el discurso fariano que el gubernamental, pero, la abrumadora campaña oficial en favor de la paz y en contra de los “guerreristas” cautivará a más de un desprevenido. El primer párrafo de este acuerdo habla de una Colombia que tiene que abrirse en democracia, libertades y garantías. Dotarse de un estatuto de la oposición, financiar los partidos, crear circunscripciones electorales a medida de la influencia guerrillera y una serie de asuntos que en apariencia son válidos e inocentes para quienes aún creen que las FARC son demócratas reprimidos por el sistema. El filósofo Jaramillo, el ideólogo de esta entrega, en célebre conferencia en 2013 ya le confería razón social y justiciera al “levantamiento armado”.
La autoestima del gobierno y de los partidos que lo respaldan parece bien bajita, ya que en ese primer párrafo se abre no un hueco sino un cráter para rediseñar las instituciones, la sociedad y el Estado mismo. Admitirle razonabilidad al discurso fariano es ofensivo para las fuerzas políticas y sociales que han sufrido la inclemencia de sus acciones terroristas y para la fuerza pública obligada a pensar que estaba peleando contra un enemigo que no era tal.
Un aspecto destacable en el texto es que, en contravía de las supuestas aclaraciones del jefe negociador, Humberto de la Calle, la sociedad queda abierta y expuesta a aceptar que para hacer la paz es preciso y obligatorio adelantar ajustes institucionales y de políticas públicas de tal envergadura que ello significa una explícita aceptación de las “reivindicaciones” farianas y de su visión de sociedad. Es como si un invitado a casa entrara imponiendo sus condiciones. Nada equiparable a quienes toda la vida hemos vivido y sufrido el orden de cosas existentes sin apelar a las armas y a la violencia.
Otro punto que llama la atención por sus gruesas implicaciones es la gran cantidad de comisiones a crear en una especie de edificación de una parasociedad y una paraestatalidad, como si lo existente no fuera suficiente. Tendremos un Estado gigante que se ocuparía de proveer todo, hasta la Verdad del conflicto. Todo ello en consonancia con el deseo expreso de las FARC de “rediseñar la sociedad y refundar el Estado”.
En su afán de presentarse como los adalides de los movimientos sociales y de las protestas de la ciudadanía, el Gobierno inclina la cerviz ante la no muy confiable y nada ingenua pretensión de las FARC de meter por la puerta del frente, “a las buenas” su revolución “democrático popular” de corte estalinista-maoísta. Revolución que procede cuando, según el leninismo, no hay condiciones para instaurar el socialismo y hay que andar de la mano de otras fuerzas, como la burguesía nacional y progresista, por un buen trecho. ¿Cómo? Ni más ni menos que convirtiendo la sociedad en el espacio de unas intensificadas luchas de masas a las que se les crearán aparatos de coordinación, estímulo y protección.
Lo que está aprobado, pues, nos llevaría a la formación de un auténtico paraestado cuyo papel será enterrar el vetusto establecimiento, arrojando una situación de caos y desorden, todo en nombre de una supuesta “democracia directa”. En todas partes se concederán emisoras, periódicos y canales de televisión a las FARC y a los “movimientos sociales y de masas”, en particular en las zonas de conflicto.
Muchos de los puntos pactados requieren reformas de carácter constitucional como la refrendación “ampliada” de una serie de principios liberales y democráticos que figuran en nuestra constitución, en retórica farragosa que idealiza las luchas de masas y su participación en los destinos del país. Y la creación de circunscripciones electorales en zonas de influencia guerrillera. Una auténtica obscenidad aceptar que las FARC nos den lecciones de democracia y libertades.
Así que la publicación de los acuerdos, en vez de disipar los temores de los colombianos sobre los términos de las negociaciones, lo que hace es reafirmarlos. Lectura atenta y detenida de por medio de los mismos, quedamos notificados de la actitud blanda con la que el Gobierno asumirá el punto relativo a la entrega de armas, desmovilización y penas de prisión para los responsables de crímenes de guerra y de lesa humanidad.