La yihad contra Occidente y el mundo

Darío Acevedo Carmona

Esta vez la yihad islámica golpeó el corazón de la Modernidad, uno de los símbolos más fulgurantes de los valores de nuestra civilización, París, la ciudad más abierta y diversa del mundo.

Tras el mortífero ataque se refresca una vieja polémica, afloran las preguntas de ayer: ¿Por qué? ¿Cuál debe ser la reacción? ¿Qué seguirá? De ayer a hoy, y sobre todo después del fin de la “guerra fría”, el yihadismo o guerra santa en nombre de Alá contra los impíos, ha recobrado una fuerza inusitada.

Hoy, una de las muchas tendencias que se han lanzado a una sangrienta cruzada, el Estado Islámico, actúa con fuerzas de choque tipo ejército y control de territorios entre Siria e Iraq y amenaza con extender sus acciones y dominio a otros países musulmanes para imponer su mirada ultraconservadora del Corán.

El EI no es el único, empecemos por reconocer que en las dos grandes ramas de esta religión, la chií y la suní, existen tendencias fanáticas que justifican el terror contra las otras religiones e incluso contra ellas mismas. Eso explica ataques en países islámicos como Pakistán y Afganistán, en los que la facción de los talibán ataca mezquitas, escuelas, niñas y autoridades por haberse alejado de Alá. En el Medio Oriente el grupo Hamas ataca a Israel con el propósito de borrarlo del mapa apelando al sacrificio de la propia vida porque su dios los recibirá a su diestra. Cuentan con el apoyo de los yihadistas del Líbano el grupo Hezbollá y del gobierno dogmático y teocrático de los ayatollas chiíes de Irán. Estos últimos ordenaron matar a Salman Rushdie, autor de Versos satánicos, una obra que según su ortodoxia ofende al profeta Mahoma.

La facción Al Qaeda, hoy superada en crueldad por el EI, ha atacado a los Estados Unidos, a Inglaterra, a España y a varios países asiáticos y cuenta con bases en Yemen, Algeria, Sudán, Somalia, Kenia, Nigeria, entre otros países. En todos los atentados los líderes de esos grupos alegan razones políticas, sociales, esgrimen banderas nacionalistas, antiimperialistas, pero, todos sus discursos están atravesados por el militantismo religioso. Algunos de ellos decapitan a sus rivales ya vencidos, a secuestrados, violan a las mujeres del enemigo, expulsan a seguidores de otras religiones, ponen bombas en iglesias y en mezquitas de otras ramas del Islám, a la vez que declaran su intención de rehacer el imperio nazarí de Al Andaluz. Sus bombas han estallado en Rusia y en China. No hay territorio libre de sus amenazas terroristas.

Sus formas de organización no se corresponden con las clásicas de la guerra regular, excepto el EI, ni siquiera de las guerrillas. Hay de ellas, pero también, y en especial en los países de Occidente, se organizan en células durmientes que no están siempre conectadas a una estructura compleja, hay los llamados “lobos solitarios”, individuos que asumen por sí solos la realización de acciones suicidas.

De manera que el mundo entero es el que enfrenta este problema que se cubre de justificaciones muy diversas. La lista de víctimas es larga en el tiempo y ancha en el espacio. Por eso creo que lo más importante a estas alturas es develar, sin ambages ni concesiones, la vivencia religiosa que está presente en todas las tendencias y agrupamientos que apelan al terror y al ataque suicida en nombre de Alá. Su principal motivación consiste en imponer por doquier sus creencias y tratar a los demás como paganos incluyendo a sus propios hermanos a los que acusan de ser blandos, condescendientes o colaboradores con el enemigo.

Pensar cada ataque individual como un hecho aislado es un error garrafal. Que hayan sido cometidos en lugares tan distantes y en momentos tan espaciados no debe inducirnos a pensar que son inconexos. El hilo que une a más de treinta grupos detectados como Al Qaeda, el EI, Hamás, Hezbollá, Boko Haram y todo el andamiaje de células y “lobos solitarios” es el fanatismo religioso profundo que da a la vida de cada seguidor el sentido de estar cumpliendo una misión divina.

En otras palabras, el ataque mortal contra el semanario Charlie Hebdo no es solamente un ataque a ese medio por haber publicado caricaturas sobre su profeta Mahoma, es un ataque a la libertad de opinión, a la libertad de prensa, es decir, a valores que son pilares de Occidente, por tanto, debe ser caracterizado como un ataque a la civilización occidental a la que tildan de moralmente degradada, pecaminosa y libertina.

La Yihad le plantea esta guerra a Occidente aprovechando sus flaquezas. Una de ellas es la baja autoestima que las sociedades tienen de su democracia, sus libertades, de la república, la separación de poderes, la separación del Estado y la religión, la vida privada, la individualidad, los derechos humanos. Es notorio el descreimiento de amplios núcleos de la sociedad sobre lo que representa cada uno de esos valores constitutivos de nuestra cultura, sobre su historia conflictiva, sobre las dificultades vividas para convertirlas en realidades cotidianas.

Y donde no hay autoestima o reconocimiento de lo que nos constituye hay debilidad y poca conciencia sobre el deber de defender esos valores y sobre la mejor manera de hacerlo, ya que el reino de las libertades en que nos desenvolvemos y encaramos nuestros problemas y dificultades supone el debate, consustancial a la diferencia y la discrepancia que riñe con el pensamiento único y la homogeneidad.

Los yihadistas pretenden que actuemos en contra de principios como la tolerancia. Les interesa que se formen sectores que apelen, como en Alemania, a la islamofobia, mientras las mayorías llaman a encarar el desafío desde la ley y la constitución y sin abjurar de los principios republicanos. Ellos saben, como el predicador inglés de origen musulmán, Anjem Choudari, que pueden valerse de las libertades para incitar a la yihad, despotricar contra Occidente y hacer apología de acciones crueles como las del estado islámico y la cometida contra Charlie en París al decir que “¡La libertad de expresión no se extiende a insultar a los profetas de Alá!” (elpais.es 08/01/2015).

Los gobiernos de Occidente, los partidos democráticos, los líderes religiosos, los medios y la ONU tienen la obligación de acordar las medidas conducentes a enfrentar de manera conjunta y planetaria esta forma de fanatismo. Occidente no puede seguir siendo prisionero de la angelical actitud de no castigar ni combatir a quienes hacen apología de la violencia y el terror. En ese empeño hay que comprometer a fondo a la dirigencia política y religiosa moderada de los países mayoritariamente musulmanes. Pues en últimas, la yihad es una amenaza a la paz mundial y a la convivencia pacífica entre las culturas y las naciones.