Por: Diego Guelar
Antonio Ledezma, ex gobernador, diputado y senador de la República, es actualmente alcalde mayor de Caracas. En los últimos cuatro años ha tenido que soportar múltiples intentos de derrocamiento,vaciamiento de los fondos y atribuciones municipales y el permanente agravio y acoso por parte del gobierno venezolano. Como importante dirigente de la MUD –Mesa de la Unidad Democrática– apoyó a Henrique Capriles en las últimas elecciones presidenciales. El presidente Maduro se ocupa cotidianamente de agredir –utiliza normalmente el término “sucios fascistas”– al gobernador Capriles, a los diputados Leopoldo López y María Corina Machado y al alcalde Ledezma, a quien le suma la caracterización de “mequetrefe y asesino”.
Ledezma es en las próximas elecciones municipales del domingo 8 de diciembre el holgado favorito para alcanzar su reelección. El pasado martes 3 de diciembre, un juez procesó al alcalde por “desacato” (por un supuesto incumplimiento de un fallo laboral) por el cual podría ser condenado con pena de 6 a 15 meses de prisión. Detrás de la falacia en la acusación, se plantea la intención de inhabilitarlo, antes o después del comicio, como parte de la campaña para acallar a una oposición que representa a la mitad de la sociedad venezolana. Las amenazas y agresiones físicas, las mordazas a la libertad de prensa y la última ley habilitante para gobernar por decreto, son el panorama corriente que se difunde por el mundo como si esto fuera parte de un comportamiento normal en democracia.
Es inadmisible que los partidos políticos sudamericanos –estén en el gobierno o la oposición– sigan permaneciendo en silencio frente a las cotidianas violaciones a la “cláusula democrática” que Venezuela suscribió para integrarse tanto al Mercosur como al Unasur. Esta actitud se asemeja cada día más a una verdadera complicidad por supuestas solidaridades políticas e ideológicas. Lo que ocurre hoy en Venezuela no es comparable con ningún régimen regional y a todos nos hace mal este silencio condescendiente y legitimador. Ha llegado la hora de decir basta y poner un límite diplomático e institucional a un estado de cosas que, por ridículo que sea, no deja de ser peligroso y vergonzoso para toda la región