70 balcones y ninguna flor

Diego Guelar

Hace casi 70 años, un 17 de octubre nacía lo que se llegaría a conocer como el movimiento nacional justicialista. Veinticinco años después, todavía desde su exilio español, el general Domingo Perón le diría a Tomás Eloy Martínez: “En Argentina hay un 30 % de radicales, un 30 % de conservadores y otro tanto de socialistas”. “¿Y los peronistas?”, inquirió Tomás Eloy. “Ah, no, peronistas son todos”, respondió el general.

En las últimas PASO, el peronismo oficialista obtuvo casi el 40 % de los votos. El peronismo disidente -Sergio Massa y José Manuel de la Sota- el 20 %. El peronismo puntano -Rodríguez Saa- casi el 3 % y el peronismo independiente, aproximadamente el 30 % de los obtenidos por Cambiemos -otro 10 %. ¡La sumatoria da la friolera de 73 % del electorado! No podemos sorprendernos. En octubre del 2013, tres candidatos peronistas que competían en las elecciones parlamentarias de la provincia de Buenos Aires -Massa, Martín Insaurralde y Francisco de Narváez- obtuvieron, en conjunto, el 85% de los votos.

Ese movimiento, formación política supralegal integrada por ramas: política, gremial, mujeres, jóvenes y empresarios liderados por un caudillo y que se expresaba electoralmente a través de un partido -el Justicialista- representó durante décadas un 50 % más un poco que le permitía ganar elecciones, superar proscripciones o golpes de Estado y supervivir a su líder y fundador.

También logró travestirse, reinventarse y encarnarse en sucesivas etapas, pasando por el nacionalismo autárquico, el cristianismo conservador, el cristianismo revolucionario, el laicismo anticonfesional (incluyendo quema de iglesias), el desarrollismo, el marxismo guerrillerista y el liberalismo para volver al nacionalismo xenófobo de los cuarenta, como si nada hubiera pasado en la Argentina y el mundo desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.

Y ahora, en esta campaña electoral de cara al 25 de octubre, salen de las catacumbas calificativos como “gorilas”, “anti patria”, “camporistas”, “conspiración internacional”, “oligarcas”, etcétera.

Más que un movimiento pendular, se produce el “efecto Perinola”, que gira y gira sin moverse del mismo lugar. En estos setenta años vimos desaparecer el imperio soviético, el marxismo, el varguismo brasileño, el movimiento de no alineados, el PRI mexicano (como partido único), el APRA peruano y prácticamente todos los movimientos personalistas, con lamentables excepciones: el chavismo en Venezuela, Mugabe en Zimbabue o King Jong-Un en Corea del Norte (monarca absoluto de tercera generación).

El peronismo es hoy una subcultura hegemónica en Argentina cuyo modelo político-ideológico y económico tiene flexibilidad total y responde a una necesidad casi adolescente de transferir la autoridad total al que resulte líder supremo, quien puede redefinir su contenido en función de sus prioridades personales, adaptándolas a la coyuntura internacional y a los recursos locales disponibles.

Las próximas elecciones son la oportunidad de ratificar o corregir este esquema que coloca a la Argentina en los márgenes más lejanos de la periferia planetaria. Curiosamente, somos los peronistas que supimos serlo, los que siguen siéndolo y los que se incorporan desde su juventud e inexperiencia -la inmensa mayoría de los argentinos- quienes podemos madurar y elegir una forma de actualizar ese rico legado y resignificarnos en forma más plural, democrática y republicana.

El futuro nos sigue esperando. Es hora de que sepamos construirlo.