Seguramente la vida nos haya puesto muchas veces en situaciones donde, aun con buenas intenciones, llevamos a cabo acciones o actividades que indirectamente provocan un daño involuntario a terceros. Esta realidad se encuentra presente en el núcleo de la actividad empresarial de Argentina, donde sabemos que existe una cantidad importante de empresarios que actúan por fuera de la ética y de la ley, pero donde la gran mayoría se empeña en hacer las cosas dentro del amparo legal y de las buenas costumbres.
A pesar de ello, muchos de estos empresarios bienintencionados participan de un sistema económico que los beneficia injustamente y que los lleva a causar daño a la sociedad. Es una encrucijada en la que se encuentran que no parece tener salida a través de la buena voluntad ni la filantropía como medio compensatorio. La realidad económica de nuestro país les concedió posiciones dominantes que derivan en una terrible desigualdad social. Las altas participaciones en los mercados, los acuerdos entre ellos, escritos o tácitos, el control sobre la red de distribución y el sometimiento de proveedores y trabajadores son algunas de las injusticias que sus empresas han construido a lo largo del tiempo.
Mientras no haya habido mala fe y se respetara la ley, no se puede responsabilizar a los empresarios, porque no es adjudicable a ellos que no haya florecido la competencia en el país. Es decir, por más que ellos sean injustamente favorecidos por esta situación, no se les puede atribuir la no aparición de otras empresas que les compitieran. Más bien fueron responsables todas aquellas condiciones que han imposibilitado la creación y la prosperidad de mercados con pymes en competencia: la inestabilidad económica, la inflación, la ausencia de moneda, la falta de crédito de largo plazo, la inacción de la Justicia, la inseguridad jurídica y física, y la ausencia de infraestructura y de educación. Son también responsables aquellos que en nombre de la redistribución atacaron a los empresarios mediante una altísima presión fiscal y regulatoria, porque en su ignorancia han retroalimentado su posición; provocaron justamente lo contrario: darles mayor dominancia. Los monopolios se favorecen de los escenarios adversos, porque su posición dominante se potencia.
En estos contextos no triunfa el mérito, sino el más grande, que tiene la capacidad de controlar, pactar y trasladar al precio de sus productos, los sobrecostos que generan las distorsiones y los altos impuestos. Con buenas o malas intenciones, el Estado fomentó las posiciones dominantes, eliminó la posibilidad de que aparezcan nuevas empresas a competir. El sistema económico concentrado es un nudo gordiano que parece fortalecerse frente a cada intento de desatarlo.
No hay nada más desafiante para un empresario ni mejor para una economía equitativa que la verdadera competencia. Frente a todo lo demás, el empresario cuenta con un abanico de soluciones alternativas que no revisten de mayores esfuerzos ni méritos. En cambio, la competencia planta al empresario cara a cara consigo mismo, sin posibilidad de pactar, sin atajos ni excusas. Debe superarse para ganar al consumidor y al trabajador. Es la mayor fuente de transferencia de poder del empresariado al ciudadano. Es la verdadera democratización de nuestros mercados.
Sin duda las posiciones dominantes de los empresarios son fuente de desigualdad social, eso los torna victimarios y la sociedad suele criticarlos por ello, ¿pero no son la mayoría de ellos también inocentes? Ojalá podamos aprender a verlos así, de manera de lograr una unión que permita enfrentar el verdadero enemigo, que es nuestro sistema económico.