El titular del Banco Central (BCRA) funge de banquero central conservador, a lo Kenneth Rogoff, al frenar presiones expansivas frente a una política monetaria dura. Que parten desde fuera y dentro del oficialismo (del que proviene).
Hace poco redujo casi nada la tasa de interés de las letras del Banco Central (lebac) cortas. Aún más: para avalarlo, aludió a la reciente suba de combustibles dictada por el ministro de Energía Juan José Aranguren.
Federico Sturzenegger antes aclaró que cabía un descenso de tasa ante una esperable caída a futuro del ritmo de inflación, pero sin precipitarse. Así, se diría que la moderación que se percibió en la inflación núcleo no bastaba para apurar el corte de tasas. Pueden surgir impactos, como aquella suba (hasta puede tallar algún aspecto de origen climático), que hagan más viscosa la atenuación de la inflación general. La que, desde ya, incluye inercialidad.
Se confirma que, por sí misma, la política monetaria, en lo inmediato, fue incapaz de frenar la alcista dinámica general de precios. Por bemoles de diseño, tiempos de operación, etcétera. Pero, al final, el BCRA debe seguir su conservadurismo e insistir con un nivel de tasas que perturba la actividad (transmitiéndose por la vía crediticia y por la de las decisiones y las perspectivas de consumo, inversión y portafolio).
Y es obvio que los fuertes ajustes, digamos, de tenor más administrativo: por ejemplo, tipo de cambio (al levarse el cepo), tarifas, pegan, de facto, directa e indirectamente, en el curso inflacionario global. Incluso con una actividad retraída (habrá que ver, por ejemplo, qué pasa ahora con los salarios repuestos y el consumo).
Siguiendo el juego: ¿acaso el nivel de tasa es aún insuficiente? Igual, la alusión frontal de Sturzenegger a la decisión de un ministro permite profundizar. En verdad, se patentiza el error más abarcativo que marcó la flojedad en términos de política de ingresos: primero, al abordar los efectos de la depreciación; después, al encarar un estilo muy elongado y secuenciado para ajustar tarifas; y, luego, como natural deriva, en el plano salarial. Resultado: el desahucio de las metas de inflación anunciadas para el año.
Con aquella flojedad, se licuó la opción de una mayor coordinación en los ajustes. Pueden haber pesado aspectos de dogma, inoportunos en fases muy crudas. A las resultas, se ratifica el rol conservador del BCRA, con sus secuelas.
En rigor, la lógica del régimen de metas de inflación (RMI) no exige una coordinación deliberada entre los decisores de la política económica. Dadas ciertas premisas básicas, el BCRA se ciñe a observar los shocks plasmados en la economía y actúa en consecuencia con sus instrumentos —en especial, la tasa de corto— apuntando a su objetivo de inflación (con mayor o menor atención a la brecha de producto). No obstante, en momentos cruciales, como los corrientes, con un RMI en pañales, aquella nula exigencia aplica poco. A la postre, privó la sensación de una molesta descoordinación entre los focos decisores de la política económica.
Encima, por las mismas tasas, el cambio nominal se detiene en una franja que traduce una seria mordida en el sobrio repunte de paridad real habido, asomando de hecho un cuasiseguro de cambio ligado con una jugosa bicicleta financiera, la que, además del vicio asignativo que insinúa, induce el ingreso de capitales golondrina, como lo trasluce el curso del contado con liquidación.
O sea, al BCRA conservador, aun persistiendo, a hoy le cuestan los logros en materia de menor inflación y alienta bemoles: sigue molestando al nivel de actividad y da pie a una bicicleta financiera asociada a una fastidiosa reapreciación cambiaria real. Hay quienes creen en un veloz efecto estilo paridad de poder adquisitivo, por el cual el tipo de cambio se aparea automáticamente al ritmo de inflación. Pero, más bien, las reglas del RMI pueden forzar un nítido fenómeno de apreciación real.