Transitamos un régimen de metas de inflación (RMI) en gestación en el que se licuan las metas para el año (20%-25%) anunciadas tiempo atrás por Economía. Su desborde revolotea, y hasta las propias autoridades ya trasuntan su pronta revisión (aunque se blande el escape de la inflación federal).
No es un tema menor. Aunque no sorprenda: los pronósticos y las sospechas generales aludían a cifras mayores. Además, el desquicio macroeconómico colosal legado disparó una pesada carga de duros trade off o compromisos en materia de las fuertes correcciones exigidas por aquel.
Pero asúmase que al citar al RMI, más allá de la opinión que merezca en sí, posiciona un encuadre de base de lo macroeconómico, que busca priorizar reglas sobre intervenciones ad hoc (aun sin obviarlas), al revés de lo que pasaba previamente. El que una pieza importante del armado germinal ya quede en el camino no es trivial. Y alza el recaudo de seriedad a futuro.
Es probable que se paguen determinados furcios iniciales, coetáneos con el exitoso levantamiento del cepo cambiario. Incluido el serio error genérico de entrada de no presentar a la sociedad un cuadro descarnado del bodrio macroeconómico imperante y de los duros desafíos que derivaban de él. Luego, el desgaste de imagen que se quería evitar entonces quizás atisbe ahora.
Por supuesto, pesan aspectos específicos. La propia tesis de la devaluación indolora, que gozó de su rato de fama, que apuntaba a discriminar el grado de absorción de la depreciación entre transables y no transables, tuvo una instrumentación floja, marginal. Presumiblemente por imposición de dogma —imposición no válida en instancias excepcionales—, la política de precios activa al respecto se mostró débil. Asimismo, es factible que se haya sobrevaluado el potencial de la política monetaria en términos de control inmediato de la inflación, cuando operan sacudidas decisionales (ajustes de variables) fuertes. Una política monetaria, por lo demás, muy sobrecargada (incluido un sector público inhibido de apoyar a su maniobrar).
Así cobró cuerpo una inflación núcleo más alta de lo oportuno (aun dada cierta ulterior desaceleración, ofertas, etcétera) que se aparea con los severos ajustes de tarifas, muy secuenciados en el tiempo, que dejarán algo de inercia.
Pega también que, en materia de política salarial, prime en principio algo así como un todo vale, con una serie de variantes poco acordes con las metas de inflación enunciadas. Ello patentiza el realismo de los sindicalistas, pero, a la vez, la módica densidad que signaron las metas señaladas.
Parecería ahora que el Banco Central copó la parada en lo que sería la siguiente ronda de metas de inflación. Con las altas tasas de interés flameando (asociadas en su caso con intervenciones cambiarias), y buscando aprovechar el supuesto efecto diferido de la política monetaria sobre la inflación núcleo, cuando haya cesado la fase de los ajustes rudos.
En su itinerario, la política monetaria, de la mano de las tasas, encarará no pocos y severos desafíos, empezando por su propia conformación. Asimismo, deberá regular la tensión entre eventuales atisbos reanimantes (por ejemplo, por los dólares de la cosecha y algo más de consumo por los salarios repuestos) y una inflación que, aunque pueda tender a bajar, aún muestra inercia. Y dada la avidez por el arribo de capitales externos (con un propósito multiuso, incluida la cobertura del déficit), en caso de concretarse, se pondrán a prueba dos promesas de Federico Sturzenegger: a) que se estará a salvo en la instancia de un curso de apreciación cambiaria, b) que no se apelará al retraso cambiario para contener la inflación. Fuertes retos, en medio de la exigencia de que, si se apuesta a un RMI, el ensayo debe asumirse con seriedad.