Por: Federico Gaon
La Tierra Santa es nuevamente foco de atención con motivo de los actos terroristas que vienen sacudiendo a israelíes y a palestinos desde hace algunas semanas. En medio de la violencia, los analistas se preguntan si se avecina una tercera intifada, o si esta ya es una realidad asentada. Todos los días se registran nuevos incidentes, generalmente provocados por jóvenes palestinos con armas blancas contra uniformados y civiles israelíes. Desde mi punto de vista, delinear a estas alturas si en efecto se trata de una intifada, es decir, de un levantamiento general, es prematuro, en tanto la aseveración genera mayor pesadumbre y ansiedad. Sin embargo, en cualquier caso, la pregunta obvia es por qué está sucediéndose semejante escalada, por qué en este momento y qué responsabilidad puede atribuírsele a cada bando.
Para poner la situación en contexto, la presente ola de ataques terroristas se produce cuando la atención de la comunidad internacional dista de estar enfocada en el conflicto israelí-palestino. Con las potencias preocupadas por el desarrollo de los acontecimientos en Siria, en Yemen y en Irak, y el conflicto sectario que sacude a todo Medio Oriente, la cuestión palestina ha pasado a un plano secundario. En vista de las circunstancias, ha quedado finalmente en evidencia que el embate entre árabes e israelíes no es principal causante de inestabilidad y resquemor en la región. Esto ha quedado visiblemente expuesto durante las recientes sesiones de Naciones Unidas, en donde el tema de Palestina no tuvo el protagonismo que tuviera en años anteriores. La agenda internacional, por el contrario, está sobrecargada con el desasosiego sobre el futuro del mundo árabe, preso de una conflagración mayor entre yihadistas y dictadores. Por esta razón, durante su discurso ante la Asamblea General, el presidente palestino, Mahmud Abás, buscó precisamente llamar la atención con el anuncio de que ya no se sentía obligado por los acuerdos (de paz) de Oslo, establecidos dos décadas atrás.
Hasta el presente, políticos y comentaristas, algunos de ellos desconocedores de la historia detrás del tema del cual hablan, sostienen que la irresolución de la disputa entre israelíes y palestinos es el motor de prácticamente todos los flagelos contemporáneos de Medio Oriente. Sin ir más lejos, el liderazgo palestino siempre ha sabido capitalizar esta narrativa para sobredimensionar la urgencia de sus reclamos y dar trascendencia global a su bandera. Desde esta mirada, uno podría en parte examinar la Primera y la Segunda Intifada como desencadenantes de atención pública. Discutiblemente, las intifadas se lanzaron durante coyunturas en las que el mundo era relativamente distante al embrete de los palestinos y, como mérito, lograron justamente que las cámaras de televisión volvieran a transmitir desde Ramala, Hebrón y Gaza.
A finales de 1987, a partir de la muerte de cuatro palestinos en un accidente de tránsito y otros incidentes, la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) hizo correr el rumor de que los israelíes estaban asesinando grotesca y deliberadamente a los palestinos. Como inicio a lo que sería la Primera Intifada, multitudes convocadas por sus líderes salieron a manifestarse contra la presencia israelí en los territorios palestinos. La atención mundial, en ese entonces atareada en las incidencias de la Guerra Fría, giró hacia las icónicas imágenes de niños y jóvenes tirando piedras (además de granadas caseras y bombas molotov) a los tanques israelíes. Al caso, una década más tarde, la Segunda Intifada comenzó en el 2000, luego de que fracasaran las negociaciones de Camp David entre israelíes y palestinos. Por aquel entonces Yasir Arafat se había opuesto a cualquier compromiso; se puso en contra a Bill Clinton, por consiguiente alejó a Palestina del favor presidencial. Aunque la opinión pública compró la falacia de que los enfrentamientos se dispararon con la visita del primer ministro israelí, Ariel Sharón, a la Explanada de las Mezquitas, en septiembre de ese año, lo cierto es que el mismo liderazgo palestino admitió que la intifada fue una operación orquestada. En palabras de Nabil Shath, un prominente dirigente palestino: “Arafat vio que repetir la Primera Intifada en nuevas formas traería presión sobre Israel”, y que de este modo el mundo volvería a fijar su mirada en Palestina.
Hoy está ocurriendo algo muy similar, en el sentido de que la Autoridad Nacional Palestina (ANP), la entidad protoestatal que devino de los acuerdos de paz, está fomentando abiertamente la insurrección. Tal como ocurriera quince años atrás con la visita de Sharón a la Explanada, en las últimas semanas el liderazgo palestino viene exagerando la naturaleza de los enfrentamientos en la Ciudad Vieja de Jerusalén para acusar a Israel de cometer violaciones sistemáticas contra el pueblo palestino. Allí radica, en mi opinión, el quid de la cuestión. Por alguna razón de parcialidad mediática, los periodistas suelen citar los dichos de la dirigencia palestina pronunciados frente a las cámaras occidentales, pero difícilmente se basan en lo que se dice para el consumo local. Véase al respecto que Mahmud Abás, descrito como moderado por los círculos diplomáticos, el 16 de septiembre dijo por televisión palestina: “Bendecimos cada gota de sangre que ha sido derramada por Al-Quds (Jerusalén) —sangre limpia y pura—, derramada por Alá”. “Cada mártir alcanzará el paraíso y cada quien que resulte herido será recompensado por Alá”. Si con eso no basta, refiriéndose al atentado contra una familia israelí perpetrado el 1.º de octubre (que resultó en la muerte de un matrimonio), Mahmud Ismail, un funcionario de la ANP, dijo por televisión hace pocos días que se trató de un acto de “deber nacional”.
Hamás, por su parte, también ha echado leña al fuego y ha lanzado su propia campaña incitando al acuchillamiento de judíos. Si bien no es por justificar sus acciones, puede decirse que Hamás no ha pactado el reconocimiento mutuo con Israel, y su constitución islamista es explícita en cuanto a sus intenciones asesinas. El caso es que uno no esperaría semejante comportamiento de políticos que representan a una plataforma que —se supone— hizo la paz con Israel y que, en palabras de Abás en la ONU, se ha comprometido a la “resistencia pacífica”. En rigor, no obstante, la ANP ha comenzado a difundir panfletos homenajeando a los terroristas, incitando a la violencia. No es la primera vez que esto sucede y probablemente tampoco será la última. Mientras tanto, el mensaje funciona. Antes de apuñalar a un hombre israelí en Jerusalén el 7 de octubre, la adolescente palestina responsable compartió en su Facebook que está feliz de convertirse en mártir y “morir por Alá”. Por ello, por más que puedan actuar por cuenta propia, los llamados “lobos solitarios” responden a la inspiración provista por los demagogos y referentes de este odio arraigado.
Esta triste realidad a veces se escapa de la mirada de los analistas y se explica en la afincada cultura de odio hacia Israel entre muchos palestinos. Abás, vale recalcar, por ejemplo, como tesis de doctorado, entregó un texto que cuestiona la existencia del holocausto y concluye que el movimiento sionista complotó en liga con el nazismo. Cualquiera que estudie la historia de los movimientos políticos palestinos encontrará que los árabes siempre recompensaron a los líderes belicistas, o como quien dice, con credenciales de freedom fighter, por sobre aquellos individuos que bregaron abiertamente por la paz. Aquellas figuras dispuestas a cerrar cicatrices y conciliar un acuerdo definitivo siempre fueron —y continúan siendo— denigradas como traidoras, infieles y consecuentes con Israel.
Esta observación se confirma por la ambivalencia que reflejan las encuestas de opinión llevadas a cabo en los territorios palestinos. De acuerdo con Arab World for Research & Development (AWRAD), en 2007, si bien el 72% de los palestinos apoyaba la solución de dos Estados, el 60% opinaba que los países árabes no debían reconocer a Israel, incluso si se alcanzaba un acuerdo y se creaba el Estado palestino. Con base en la misma fuente, en 2010, aunque el 66,5% de los palestinos se mostraba a favor de las negociaciones de paz, solamente el 12,2% hubiera aceptado un acuerdo que renunciara a posiciones maximalistas, en pos de una solución permanente a la disputa. Tal vez más preocupante, casi el 24% enfatizaba que la violencia era el método más efectico para dar con un Estado palestino.
A grandes rasgos, cinco años más tarde la situación no ha cambiado. AWRAD cita que el 46% de los palestinos se opone a las negociaciones, y Marwan Barghouti, quien ganara notoriedad en las intifadas tras planear diversos ataques contra soldados y civiles por igual (motivo por el cual está en una prisión israelí), es en este momento el político más popular de la escena palestina. Los datos se condicen con los hallazgos del Palestinian Center for Policy and Survey Research (PSR), que muestran que el 51% de los palestinos se opone a la solución de dos Estados. Incluso así, el 42% de los encuestados cree que la violencia es el método más efectivo para conseguir un Estado palestino. Luego, un 26% afirma que la aspiración a largo plazo de la ANP es conquistar Israel y matar a la mayoría de sus judíos.
Para ver las cosas en perspectiva, también debe decirse que el odio no corre en una sola dirección. En contraste, la citada encuesta de PSR refleja que el 65% de los palestinos descree de la solución de dos Estados como consecuencia de la expansión de los asentamientos judíos en Cisjordania, que vienen creciendo a razón de un 4% anual aproximadamente. No todos los colonos son pacíficos, y un ala importante de dicho establecimiento, identificada con el sector más duro del espectro israelí, promueve operaciones clandestinas de reajuste de cuentas —las llamadas “etiquetas con precio” (price tags). Implícita en esta postura, difundida entre los extremistas judíos, está la idea de que todo agravio contra los colonos tiene un costo que tendrá que ser pagado. Cuando algún palestino mata a un judío, los extremistas se sienten legitimados para devolver la violencia. Lo mismo sucede cuando el Gobierno israelí desaloja a los habitantes de un asentamiento. Los extremistas interpretan que las presiones palestinas están detrás, ergo, se sienten habilitados para tomar represalias contra la población árabe. Los ataques contra los palestinos van desde ofensas verbales hasta físicas, daño y destrucción de propiedades, y representan un hostigamiento continuo. A mi parecer, como alegoría de dicha supremacía despreciable, durante mi visita a Hebrón en 2012 presencié un grafiti que lanzaba: “Los árabes son los negros del desierto”. Sin dudas, las autoridades israelíes no han hecho lo suficiente para paliar esta gravísima realidad, que no hace más que retroalimentar la animosidad de un pueblo hacia el otro.
En conjunto, estos desarrollos han mermado la confianza de los israelíes en la solución de dos Estados. De acuerdo con un estudio conjunto de la Universidad Hebrea de Jerusalén y el PSR, si el año pasado 6 de cada 10 israelíes apoyaba dicho prospecto, hoy en día solo 5 de cada 10 confía en esta solución. Bien, una encuesta de 2014 comisionada por Daniel Abraham Center for Middle East Peace esclarece las razones detrás del pesimismo israelí. Sugiere que la principal razón por la cual la mitad de los israelíes se opone a la estatidad palestina no es ideológica, sino práctica. Por ejemplo, si los Estados árabes reconocieran diplomáticamente a Israel como parte pautada en un acuerdo, el 67% de aquellos que inicialmente contestaron que la estatidad palestina era mala idea, estaría dispuesto a conciliar una solución basada en parámetros similares a los negociados en Camp David en el año 2000. En este sentido, los analistas coinciden en señalar que la victoria electoral de Benjamín Netanyahu, a principios de este año, estriba de la preocupación latente de los israelíes por su seguridad. Cabalmente, en este momento, por todo lo que pasa a su alrededor, la mitad de la población piensa que no están dadas las condiciones para vivir en paz con sus vecinos. Por otro lado, como lo expresaba en una columna de agosto, mientras que la sociedad palestina acostumbra a congratular a los responsables de perpetrar asesinatos contra israelíes, la sociedad hebrea es tajante en su rechazo ante la violencia y el terrorismo cometido por judíos. Me permito decir entonces que, en suma, el maximalismo entre los israelíes, aunque ciertamente existe, no es el principal factor detrás de la violencia.
Por lo expuesto anteriormente, Abás tiene razones para querer que la comunidad internacional vuelva a centrarse en él y en los palestinos. Como suele acontecer, los medios internacionales acostumbran a darle muchísima mayor cobertura a las intervenciones israelíes lanzadas en respuesta al terrorismo que a los propios actos de terrorismo per se, catalizadores de la reacciones de Israel. Sin embargo, al actuar imprudentemente, Abás podría estar jugando con fuego. El líder palestino está desesperado por aferrarse al poder a como dé lugar y para ello necesita ganar popularidad. Según el PSR, el 56% de los palestinos está cansado de Abás y quiere que renuncie.
Con la atención del mundo en otra parte, y habiendo sacado el máximo provecho posible de su ofensiva diplomática en los organismos internacionales, para ganar posición en las calles palestinas, Abás necesita ungirse con la credibilidad de afamado militante que tiene Barghouti, o con la reputación partisana que viene aparejada a Hamás. A sus ochenta años, el presidente palestino seguramente estará preocupado por su legado. Desde su lugar, en la cultura política palestina, graduarse de una cárcel israelí es el honor más meritorio al cual un líder puede aspirar. En este aspecto, para comprar tiempo y sobrevivir un rato más en el poder, Abás necesita aparentar las proezas de un miliciano dispuesto al enfrentamiento sacrificado.
A mi entender, de estallar una tercera intifada, esta podría resultar sumamente contraproducente para Abás y su séquito. Israel respondería fulminantemente, y el octogenario dirigente podría ver su liderazgo opacado por rivales políticos tan astutos como sanguinarios. En todo caso, una nueva intifada sería indudablemente un severo golpe para el prospecto de paz, llevaría la discordia a grados extremos y arrojaría más tragedias sobre tragedias. La causa palestina volvería a ocupar espacio en los diarios, pero a costas de aplazar definitivamente el proceso de paz, si es que no lo termina de sentenciar a muerte.