Camila y Hernán, íconos del modelo

Fernando Morales

El 28 de diciembre es tradicionalmente reconocido como el Día de los Santos Inocentes, en obvia conmemoración de lo que según nos relata el Evangelio fue la salvaje matanza de niños recién nacidos en procura de matar al hijo de Dios a pocos días de ocurrido el alumbramiento de Jesucristo.

La cultura popular alteró este acontecimiento netamente religioso, transformándolo en una ocasión propicia para jugarle alguna broma a familiares o amigos, quienes al morder ingenuamente el anzuelo tendido por el bromista reciben como irrefutable testimonio de su candidez un lapidario “que la inocencia te valga”.

En este tórrido diciembre de 2013, seguramente cuestiones relacionadas con la falta de energía eléctrica, el cepo al dólar, la inflación, las increíbles excusas de nuestros ministros y hasta la inexplicable ausencia de nuestra presidente en la emergencia habrán sido material propicio para más de un bromista.

Pero este 28 de diciembre en particular, quedará en la historia también como el día del regreso de “los santos inocentes”. Obviamente me refiero a esas dos cándidas criaturas conocidas por todos y todas simplemente como Camila y Hernán. Los jóvenes (para el caso del segundo, no tanto) ambientalistas de Greenpeace, retenidos bajo las garras del yugo de la implacable Justicia rusa por haber protagonizado una “inocente y pacífica” protesta para salvar al océano Ártico de un empetrolado final.

Estos dos ejemplos de la lucha popular contra el imperio (sea cual sea éste) violaron, en el desarrollo de su protesta, una parva de leyes nacionales rusas e internacionales; vale la pena recordar que mientras Camilita es una joven idealista de 21 años (lindo término, ¿no?) preocupada por la contaminación ambiental fronteras afuera de nuestra muy contaminada patria, Hernancito es todo un señor oficial de nuestra marina que alguna, vez si mal no recuerdo, juró entre otras cosas defender la vida humana en el mar aun a costa de la propia. Obviamente esto dista mucho de andar tripulando como oficial de navegación un barco que realizó una evidente violación de, cuanto menos, elementales reglas de seguridad marítima. Vale la pena recordar también que este idealista no es un voluntario sino que percibe un interesante sueldo en euros como tripulante de un rompehielos que se desplaza por intermedio de dos potentes motores diésel que queman combustible derivado del petróleo; de ése que se extrae de las profundidades marinas o de yacimientos terrestres por parte de petroleras que son combatidas por sus empleadores.

Pero dejando de lado la aventura soviética de nuestros dos niños prodigio y considerando que en el fondo son más inconscientes que delincuentes y que tal vez el escarmiento de los dos meses tras las rejas rusas les ponga un límite, adherimos a la alegría por su regreso a casa. Además regresan a un país en el que se pasean libres por las calles todo tipo de criminales de fuste (algunos incluso con vehículo, chofer y custodia provistos por el Estado), lo que torna a su felonía en algo más parecido a una travesura que a un delito (siempre hablando de la particular vara de la justicia local, claro está).

Pero el verdadero motivo de esta columna -amigo lector- es detenerme en algo que los propios repatriados se han cansado de explicar. Me refiero al impecable, puntilloso, puntual y denodado esfuerzo puesto de manifiesto por las autoridades de la Cancillería Argentina y de las autoridades diplomáticas destinadas en Moscú para velar por los intereses de nada más y nada menos que dos ciudadanos argentinos. Me consta que hasta la propia oficina de la consejera legal del Palacio San Martín, la embajadora Susana Ruiz Cerutti, fue movilizada para garantizar el rescate de estos jóvenes de su epopeya épica, que dejó a la altura de un poroto a la estoica resistencia del capitán Salonio y sus hombres durante el embargo de la Fragata Libertad.

Y qué bien que se siente uno como argentino al ver que podemos andar por el mundo libres cual mariposas, sabiendo que si algo nos ocurre, que si alguna autoridad policial o judicial extranjera osare interrumpir nuestro vuelo, caerá sobre ellos todo el peso y el talento de nuestra diplomacia, que nuestra primera mandante (perdón mandataria) ofrecerá personalmente constituirse en garante de nuestros actos, que se habilitarán días y horas para que nuestro equipo de juristas expertos en derecho internacional se pongan literalmente a nuestro servicio. Qué bueno, que bonito, qué bárbaro. Qué bien que hace sentirse ciu-da-da-no.

No ocurre lo mismo, claro está, con otros aspirantes a la ciudadanía, a los que en los últimos días el jefe de Gabinete y el ministro de Planificación les cambiaron el nombre por el de “clientes”. Así se desprende de los reiterados mensajes que ambos jerarcas del modelo emiten cada día, en los que instan a dos empresas concesionarias de un servicio público a dar respuesta a esos clientes que se desgañitan en las calles. Los clientes son seres totalmente diferentes a los ciudadanos, uno creía que se era cliente de un súper, de una casa de modas o de una peluquería. Uno no es cliente del ferrocarril Sarmiento, ni del Hospital Fernández. Tampoco lo es de la comisaría del barrio, ni es cliente del servicio de inteligencia que le pincha el teléfono. No se es cliente de la AFIP ni de Rentas de la Ciudad. Uno es usuario, contribuyente, víctima, paciente; en suma, uno es ciudadano (bueno, yo creía que lo era).

Y mientras nos gastamos los dedos remarcando los varios números de teléfono para que se atiendan nuestros reclamos; mientras pedimos agua (no pretendemos Perrier, sólo agua); mientras los viejitos atrapados en las alturas ven peligrar su propia existencia; mientras las hogueras de los indignados y no escuchados suma calor a las tórridas noches porteñas, la presidente no sale a garantizarnos nuestros derechos. El secretario de Energía juega golf distendido, el ministro de Infraestructura se lava las manos (porque tiene con qué hacerlo, claro). Y usted, amigo lector, nuestros padres y amigos, yo, nos vamos derritiendo; no me refiero a la acción del calor en nuestros cuerpos sino a nuestra licuefacción ciudadana; no somos nada, no importamos, no existimos, no vendrán en nuestra ayuda ni con la embajador más talentosa de nuestra diplomacia, ni con un aguatero suplente que nos alcance un litro de agua fresca. Tal vez si violamos lo suficiente la ley como Camilita y Hernancito, allí sí seamos dignos de atención.

Pero quédese tranquilo, querido amigo. Hoy seguro que leerán esta columna y le juro que cuando lo hagan comprenderán; y cuando comprendan que nos estamos muriendo ante tanta indiferencia, nuestra presi nos saldrá a defender, movilizará a nuestras ahora solidarias Fuerzas Armadas con el mismísimo general Milani a la cabeza a socorrer a los más necesitados, destinará parte de los fondos que a diario se invierten en publicitar las bondades del modelo a comprar unos cuantos generadores para estar allí donde más se necesita. Por favor, querido amigo, usted me conoce, créame, créame… y una vez que me crea déjeme decirle con una ligera sonrisa: “Que la inocencia le valga”.