Las nuevas chapas de los techos del viejo apostadero naval de Buenos Aires parecían servir de eficiente amplificador del bullicio reinante en la Plaza de Mayo. Miles de personas eficientemente transportadas en centenares de micros -contratados seguramente con cargo al presupuesto de municipios diversos- entonaban pegadizos canticos que “mágicamente” se encendían y apagaban al unísono cuando “Ella” necesitaba el calor de la militancia o el respetuoso silencio frente a su arenga nacional y popular.
Gracias a la potencia del audio, el personal de guardia en buques y muelles no debió abandonar sus responsabilidades para escuchar el discurso que seguramente la Presidente de los 40 millones de argentinos (como le gusta hacerse llamar) pronunciaría con motivo de festejarse nada más ni nada menos que 31 años de democracia. Democracia de todos. De peronistas, radicales, izquierdistas y conservadores. Democracia de los profesionales y de quienes no lo son. De la civilidad, pero también de los militares de la democracia, de los curas, rabinos y clérigos de todos los credos. De los obreros y de los patrones. De los presos con derechos humanos, de quienes los custodian y también de los jueces que imparten justicia al margen de los cargos que puedan detentar circunstancialmente los justiciables. Democracia de los nietos recuperados y de sus abuelas, también de las abuelas y nietos de muchos soldados, policías y civiles muertos por la metralla asesina de quienes mancharon con su sangre el gobierno democrático de la primer presidente mujer de la Argentina, María Stella Martínez de Perón. La esposa del fundador de la idea que dice profesar el actual Gobierno por si no queda claro
La patria lamentablemente no ofrece por estos días muchos motivos de festejo. Relato al margen, ellos saben que sabemos que las cosas no van bien. Sería redundante, amigo lector, pasar revista a todo lo que nos aqueja y angustia. Pero la bien ganada y bendita democracia nos brinda la necesaria luz de esperanza para saber que a partir de este acto, comenzamos a transitar la cuenta regresiva que ubica el anhelado recambio presidencial en una cifra menor a un año.
Es por ello que uno podía ingenuamente haber pensado que “Ella” aprovecharía esta última ocasión en la que hablaría al país con motivo de tan importante circunstancia para al menos por una vez hacerlo realmente para todos y todas. Tal vez no llegó a comprender que jamás volverá a poder tener semejante privilegio: el próximo 10 de diciembre, a la misma hora, no será nada más que una ciudadana común mirando el mismo acto por televisión; sin lujos provistos por el erario público, con una custodia reducida acorde a su condición de ex presidente. Sin mandos militares que le digan que a todo que sí por temor a perder la carrera y buena parte del salario; sin ministros complacientes y con un Partido Justicialista que como corresponde a su génesis estará alineado y listo para jurar fidelidad absoluta a una nueva corriente interna cuyo nombre terminará en “ismo” y comenzará con el nombre del triunfador en los comicios.
Pero la Presidente ciertamente no habló para todos; no al menos para el mundo al que fustigó con dureza acusándolos como siempre de todos sus pesares. No habló para el grueso de los miembros del Poder Judicial, a quienes no puede perdonarles que se entrometan en escabrosos asuntos que rozan a sus protegidos; tampoco habló para la clase media, esa especie en vías de extinción que tal vez molesta al modelo porque no necesita de la dádiva populista pero tampoco está en condiciones de ofrecer tentadores negocios al poder. No habló para usted, querido amigo, no habló para mí, ni para ningún argentino o argentina que no profese una devoción a libro cerrado por el modelo y la imaginaria década ganada. No habló para ninguno de los ex presidentes que la precedieron en estos 31 años, los que fueron expuestos con máxima exaltación de sus errores, en un documental previo a su discurso.
“Ella” es de los 40 millones de argentinos, pero se concentra en el puñado de militantes que aún aceptan ser conducidos como rebaño rentado para dar marco a cada acto. No había lugar en la que “ella” denomina la casa de la democracia, para algún demócrata de otra ideología. Con excepción de Leopoldo Moreau, todo era armónicamente K.
No hubo lugar en esa plaza para una familia que quisiera ilustrar a sus hijos sobre las virtudes de la democracia. Para poder enseñarles que los países democráticos entre otras cosas, saben separar los actos partidarios de los actos de gobierno. Que el día de la bandera es para honrar a su creador y no a “El”, que en el día de la independencia se homenajea a quienes nos la dieron en 1816 no en 2003 y que un día como el pasado sábado la fiesta es de toda la sociedad incluso de aquellos a los que le gusta el color amarillo o el naranja.
Una verdadera oportunidad desperdiciada. Una cierta posibilidad de hacer algo para quedar en la historia con un recuerdo que resista al inexorable borrón y cuenta nueva que arrancará precisamente el próximo 10 de diciembre, día en el que las hojas del relato se comiencen a borrar, las “luces “ del modelo se vayan apagando y las lealtades, sostenidas antes con la billetera que con el corazón, se esfuercen denodadamente en encontrar un modesto rincón para salir en la foto oficial del acto en homenaje al 32° aniversario de la democracia. Una foto en la que seguramente veremos sonriendo a muchos de los que estaban ayer, pero a “Ella” nunca más.