Casi 40 años han pasado desde aquel famoso “Comunicado número 01 de la junta de gobierno” mediante el cual los por entonces todopoderosos comandantes en jefe de las FFAA nos anunciaron que pasaban a ser los jefes supremos de la Nación. Algunos menos desde que un grupo de pintorescos oficiales con la cara pintada inquietaron las vísperas de una semana santa de la democracia con una tragicómica asonada que, según sus mismos protagonistas, no pretendía ser un golpe de Estado sino una movida interna del ejército.
Muchísimo más cerca en el calendario y en nuestro recuerdo, está la protesta uniformada de las fuerzas de seguridad y algunos bastiones militares por reclamos salariales. En esta última oportunidad en la que los uniformados inquietaron a la sociedad, la cara visible no fue un general represor, ni un teniente coronel con cara ñata, ni oficial de inteligencia devenido luego en general de la democracia, jefe del ejército y devoto del modelo; fue simplemente el cabo Mesa, un suboficial de intendencia que fue dado de baja a los pocos días en que se erigiera como portavoz de los reclamos salariales del sector.
Esta pequeña introducción, estimado amigo lector; sirve de apretada síntesis para que recordemos cómo fue disminuyendo -afortunadamente- la capacidad de nuestras fuerzas armadas y de seguridad para alterar el definitivo tránsito de Argentina por la senda de la institucionalidad democrática. Ya no hay civiles dispuestos a tolerar otra cosa, pero no es menos cierto que tampoco hay uniformados con la menor intención de apartarse de este camino
Pero eso no quita que a más de 30 años de gobiernos populares (porque a todos los votó el pueblo, bueno es recordarlo) las sucesivas administraciones no han llegado a acertar en la concreción de políticas de Estado destinadas a tres áreas tan particulares como los son las fuerzas armadas, las de seguridad y los servicios de inteligencia.
Es bien sabido que algunos fundamentalistas de los “nuevos tiempos” consideraron lisa y llanamente eliminar las instituciones militares. Es bien sabido también que la primera dificultad con la se topaba ese utópico análisis no era de índole estratégico o de balanceo de fuerzas a nivel regional. Era más bien socioeconómico. Las fuerzas armadas y sus bases, cuarteles y materiales son fuentes de trabajo para una buena porción de la población civil. En algunos casos, cerrar una base naval o un cuartel del ejército implicaría dejar vacío de contenido al pueblo o ciudad que los alberga
Menos extremistas pero no menos erradas han sido muchas de las “terapias” con las que se pretendió “poner en caja” a esa especie de bichos raros con galones, espadas y gorras. Así fue que unilateralmente eliminamos las hipótesis de conflicto al mismo tiempo que incrementamos medidas no siempre fáciles de digerir por parte de nuestros vecinos; confundimos el hecho de tener fuerzas armadas en democracia con la democratización de las fuerzas (algo imposible de concebir en estructuras donde el que manda no es elegido por quienes obedecen).
A lo largo de 30 años hemos visto derogar códigos militares, asignar a las FFAA tareas sociales; les hemos cambiado los planes de estudio a sus escuelas; tomamos medidas innovadoras como prohibir el salto de rana, el cuerpo a tierra y hasta – como en el caso de la policía aeronáutica- prohibimos a sus miembros hacer el famoso “saludo miliar”. Ya que hablamos de policía, también creamos la Bonaerense 2, trocamos el vocablo Comisario por Comisionado y agente por oficial, dimos vuelta las jinetas para dejar en claro que no eran militares y pusimos a hombres entrenados para actuar en las fronteras y en las aguas, a pedir cédula verde y registro en la General Paz. Muy profundo todo.
Lo que por cierto no hemos, visto ni en materia de defensa ni de seguridad, es una política de Estado para al menos el mediano plazo. En el caso del primer área los cambios de rumbo ni siquiera esperan a un cambio de gobierno, cada ministro que ha asumido aún dentro de una misma administración se ocupó raudamente de marcar profundas diferencias con su antecesor. Resultará obvio si le digo que la gestión de Horacio Jaunarena no fue en la misma dirección que la que Nilda Garré; pero tampoco lo fue la de Puricelli y mucho menos la de Agustín Rossi, quien pasó de ser una de las espadas más poderosas del gobierno en el Congreso a deambular por hospitales militares inaugurando algún que otro equipo médico de mediana importancia, y que pasa sus días de exilio dorado ilusionándose al prometer aviones, barcos y radares para reequipar a la milicia, pero alcanzando tan solo a comprar algún que otro trasto viejo a nuestros amigos de Moscú.
Mucho más complejo aún ha sido articular la relación de las distintas administraciones con las estructuras de inteligencia. Por estos días el descabezamiento de la ex SIDE trajo un poco de luz sobre un terreno siempre gris, oscuro y sobre el que pocos pueden o quieren saber algo.
Creo haberle dicho alguna vez, querido amigo, que la inteligencia como actividad no es algo malo en sí mismo. A veces nuestra fantasía un poco ayudada por la cinematografía nos lleva a ver detrás de ese vocablo, a superdotados agentes que hacen cosas tremendas con absoluta impunidad. Pero lo cierto es que no solo los Estados y sus fuerzas militares o policiales se valen del “espionaje” para fines que -al menos en teoría- son útiles a la defensa o a la seguridad o a la justicia. Las empresas hacen inteligencia cuando realizan estudios de mercado para medir la aceptación de nuevo producto; los equipos de futbol la hacen para indagar las debilidades del oponente de turno, Usted y yo la hacemos cuando navegamos la web averiguando sobre algún conocido o cuando rastreamos en las redes sociales los pasos de una ex novia del secundario.
Ahora bien, Secretaría de Inteligencia del Estado, Direcciones de inteligencia en cada una de las FFAA y de las distintas fuerzas de seguridad federales y provinciales. Una dirección nacional de inteligencia estratégica militar, más alguna que otra agencia de espionaje externa con personal en el país, conforman un panorama de complejas redes de obtención de información profunda y profusa acerca de países, instituciones e individuos con las que se así como se puede estar un paso adelante en resguardo de los intereses del país y sus habitantes, también se pueden neutralizar adversarios políticos, intimidar a miembros del poder judicial , silenciar a un periodista molesto o muchas cosas más.
El gran problema con el espionaje y sus agentes suele ser que no son sencillamente controlables. Cualquier cuadro político de talento medio se le anima al ministerio de salud, de Economía o de Relaciones Exteriores. Pero manejar las herramientas del espionaje y, sobre todo, a sus hombres con solo proponérselo, es tarea difícil. Más difícil es no intentar aprovechar las facilidades del medio para el provecho propio o de la facción en el poder, algo que hoy por hoy es más que claro que está ocurriendo.
No es un secreto por estos días que la Jefe de Estado perdió por completo el control de la Secretaria de Inteligencia. De hecho, derivó su confianza hacia los espías del Ejército, los que cobran su secreto salario para hacer otra cosa. Pensar que este mismo gobierno procesó a unos cuantos almirantes por un “recorte y pega” de diarios ocurrido en una base naval, algo que más bien pareció un trabajo de alumnos de colegio secundario.
Con todo, el esfuerzo puesto en disciplinar al rebaño de los agentes secretos, la simple designación de uno de los pocos hombres de confianza que le quedan, no es para nada garantía de éxito. Muchas cosas más deberán ocurrir y es probable que ocurran aunque no nos enteremos.
Con total descaro desde el poder se han deslizado los aparentes motivos de esta brusca intervención presidencial: los espías están dando información a los jueces sobre irregularidades de funcionarios, los agentes de la SI trabajan para la oposición, “debemos poner la inteligencia nacional a trabajar para contener el avance judicial y frenar a los opositores”, y algunas otras más…
Ni usted ni yo sabremos, claro está, la verdad completa de la historia. Lo que sí podríamos pedir dentro de la lista de deseos para 2015 es que quienes aspiran a ocupar el poder el año entrante se comprometan explícitamente no solo a no robarnos nuestro dinero, sino que además garanticen el respeto a nuestra intimidad, a nuestras comunicaciones y a nuestros pensamientos. Sería muy triste tener que lidiar no solo con nuestras ilusiones “pinchadas” sino deber también hacerlo con los teléfonos.