Casi 2000 años después y muy lejos de la Tierra Santa, sin pretender bajo pena de herejía comparar a persona alguna con el Mesías, las vueltas de la vida colocan a la República Argentina en el escenario en el que se ha desarrollado el pequeño “Via Crucis” de un ser humano curiosamente también judío como nuestro Señor, que intentó mostrar al mundo su verdad.
Si bien su calvario tal vez comenzó mucho antes, hoy sabemos que su llegada al país aquel doce de enero estaba siendo seguida muy atentamente por cámaras indiscretas y nunca sabremos a qué resortes del poder central obedecían.
El fiscal Nisman no llegaba al país para proclamar la palabra de Dios ni mucho menos. No traía consigo profecía alguna, simplemente el fruto de muchos años de trabajo silente, prolijo y profesional. Vino a anunciar su verdad urbi et orbi y a poner en manos de la Justicia del hombre los presuntos delitos cometidos en perjuicio de otros hombres. No era una verdad revelada, era una verdad investigada.
Tembló ante su herejía todo el reino. Un ejército de gladiadores dispuestos a dar la vida por el antiguo “relato” no vacilaron en proclamar que “con los tapones de punta” irían a su encuentro para darle su merecido en el Parlamento. Los propios sospechados anunciaron que estarían presentes en una reunión solo reservada para legisladores en un claro intento de amedrentarlo, de doblegar sus convicciones y de intentar alguna forma de hacerlo callar.
Así comenzó a ser clavado en la cruz Alberto Nisman. Legisladores, ministros, secretarios de Estado y toda una horda de voceros oficiales y oficiosos clavaron sus metafóricos clavos sobre la credibilidad del fiscal, aún sin haber visto ni oído sus argumentos. No importaba lo que podría haber descubierto. La nueva historia de la patria, el modelo y el relato no podían permitirlo.
Siete días de calvario y finalmente fue muerto. Porque fue muerto, a no dudarlo. De hecho, la propia cabeza del poder dice no tener dudas al respecto. Nisman no quería morir como el Mesías. Pero al igual que aquel sabia que podría morir en cualquier momento. Pilatos se lavó las manos antes del crimen, nuestros gobernantes intentaron hacerlo después de consumado el mismo. Pilatos dejó que el pueblo decida la suerte de aquel hombre; aquí el pueblo ansiaba la llegada de aquel lunes 19 de enero para que Nisman hiciera (hasta donde fuera posible) pública su investigación
Después, mucho después de consumado el magnicidio, la jefe de Estado, que vendría a representar la versión moderna de los emperadores o emperatrices de otrora , dio su versión de lo ocurrido. Siempre cuidadosa de la puesta en escena, eligió un blanco radiante como atuendo, como si no le importara que la sociedad argentina estaba de luto y con un dolor mucho más grande que el de aquellos tres días de duelo nacional en honor a Hugo Chávez.
Y Nisman finalmente fue sepultado. No habrá resurrección como hace dos milenios, pero hay un legado y debería haber 40 millones de apóstoles dispuestos a mantener vivo el mismo. A pesar de los esbirros del imperio vernáculo. A pesar del miedo a otras crucifixiones. A pesar de sus ejércitos visibles y ocultos, que se inmiscuyen en nuestras casas y en nuestras vidas. A pesar de las secretarias generadoras del pensamiento único. De sus particulares métodos de persuasión no siempre muy apegados a la ley. A pesar de todos y cada uno de ellos.
Las lágrimas, las velas encendidas sobre un muro, los carteles, la bronca y las imagines del mártir serán antes o después superadas por el paso del tiempo y la inevitable máxima que sentencia que “ la vida debe continuar”
Pero si mantenemos viva en nuestra mente y nuestro corazón la imagen de un hombre que demostró no tener miedo a la verdad, seremos como aquellos cristianos de la nueva era, los portadores de su mensaje. Nadie nos pide arriesgarnos como Nisman hasta ofrendar su vida, pero sé ser firmes como él a la hora de exigir que los hechos denunciados se lleguen a esclarecer
Miles de pancartas con las palabras “Soy Nisman” se levantaron por estos días. Seamos Nisman desde el corazón y en cada uno de nuestros actos. Pero no nos confundamos. No somos todos Nisman. Ellos, los del imperio vernáculo, ciertamente no lo son.