“¡Qué noche, Teté!”. ¿Recuerda, amigo lector, la frase icónica del famoso peluquero que le hizo los rulos (literalmente hablando) a cientos de famosas y divas varias? Pues bien, la noche de este 7 de julio ha sido una de esas noches, no le quepa duda alguna de ello.
Al caer la tarde, el Palacio de Tribunales se cubrió con variopinto paisaje que ya no asombra por novedoso, pero escandaliza por la realidad que desnuda. Miles de ciudadanos comunes pidiendo justicia, no para criminales o para sus víctimas, tampoco para desaparecidos, despedidos o indultados.
El pueblo pedía justicia para los encargados de impartirla: los justiciables clamando por los derechos de los “justiciantes”. Funcionarios con altísimos cargos institucionales en el tercer poder del Estado nacional pidiendo ayuda a la ciudadanía para que no avasallen sus derechos. Unos y otros con sus familias, esposas de jueces y magistrados varios gritando “justicia, justicia”, de la misma manera que lo suelen hacer las mamás de tantas víctimas inocentes de la sensación de inseguridad.
Claramente esta escena ya repetida es la lógica reacción ciudadana a los cada vez más escandalosos atropellos que la mala política le propina al Poder Judicial, pero no por eso la situación es menos patética. Es como ver al policía pidiéndonos que lo defendamos de un ladrón que le mete miedo, o que el médico nos diga que la sangre le causa impresión. Es el mundo del revés en su máxima expresión. Es o debe ser la última señal de alarma antes de la explosión final.
No hay ninguna posibilidad de que este desesperado acto social pueda ser evaluado como exitoso. No importa si fueron mil, diez mil o cien mil personas, si se cantó mucho, poco e incluso si se emparentó al amenazado juez subrogante Cabral con el heroico sargento del ejército de San Martín. El fracaso está originado en la propia necesidad de recurrir al pueblo para peticionar por algo tan básico como la independencia judicial. Una reacción social que indica más un acto reflejo de defensa que una acción a la espera de un cambio de rumbo en la tozudez presidencial. Algo tan risueño como el airado reclamo de la mamá del ministro Randazzo, al pedir por la maldad que le hicieron al “nene”. No solo Máximo tiene una madre aguerrida, según parece.
Pero si pensaba que el día terminaba allí… La noche de Teté le reservaba aún un plato más fuerte, más sabroso y más difícil de digerir. ¡Qué digo un plato, una cena completa, con entrada, principal, postre y discurso! Un discurso no apto para generales, brigadieres y almirantes con problemas de digestión.
A contrario sensu de lo acontecido en 2014, oportunidad en que la comandante en jefe de las Fuerzas Armadas tuvo a los militares juntando orín hasta el 25 de agosto para honrarlos con su presencia en la tradicional cena de camaradería castrense, la correspondiente a 2015 fue disparada con escasas 48 horas de anticipación, de tal suerte de hacer coincidir el acto con la anteriormente resumida marcha de apoyo al Poder Judicial.
Mansos de mansedumbre total, los “altos mandos” no atinaron a esbozar las dificultades operativas que entrañaba montar todo lo necesario con tan poco tiempo. La existencia de una “cuenta corriente gastronómica” facilita las cosas, pues los cubiertos se pagan por adelantado y para todo el año. Pero entorchados coroneles tuvieron que supervisar personalmente la puesta a punto del salón Libertador del Ministerio de Defensa con muy poco tiempo de antelación para la agilidad operativa de fuerzas armadas que virtualmente están paralizadas desde hace años.
250 oficiales de las Fuerzas Armas, más ministros, más jefes de las Fuerzas de Seguridad, más algún que otro fiscal amigo de la milicia, se calzaron sus uniformes de gala y se aprestaron a ocupar las mesas prolijamente repartidas entre las tres armas y acorde a las jerarquías, para comer sin casi hablar y escuchar a los postres una clase magistral sobre su propia profesión; para aprender algo de lo que ya saben; para enterarse de mejoras operativas que nunca vieron; y para agradecer a Dios que en virtud de las normas castrenses al comandante no se lo debe aplaudir al final de cada frase. Algunos aún recuerdan que son miliares y no militantes.
El primer reclamo presidencial no fue dirigido a comandante uniformado alguno, fue más bien abstracto. Deja el poder sin tener “una generala o una almiranta o una brigadiera”. Tal vez por ello se lleve las palmas la difunta Juana Azurduy. Si de palmas hablamos, la jefe de Estado parece saber mucho de barcos y aviones, pero no aprendió en años a distinguir los grados de sus subordinados de uniforme. Amable como pocos, el jefe de nuestra marina de “guerra” sonreía angelical, cuando su comandante le preguntaba: “¿Qué lleva un almirante en los hombros?”.
Acto seguido, surgió la exitosa defensa de nuestra fragata Libertad. Exitosa, claro está, porque sabiamente en esa ocasión el Poder Ejecutivo puso al frente de la negociación a diplomáticos de carrera. No dijo nada la Presidente de los almirantes pasados a retiro sin tener la menor culpa por la torpe decisión de mandar al buque escuela a un puerto sobre el que nada conocíamos. Tampoco dijo por qué la embajadora de los mares está guardada en un muelle oculto a la vista de su pueblo (este año hizo solo un viaje, paseando turistas militantes por la ciudad feliz).
Ya sin militares con rudas caras pintadas, pero sí con almirantes con prolijas barbas candado, también fue pródiga la primera mandataria en recordar lo mucho que se ha realizado en materia de educación en los institutos dependientes de las fuerzas. “Hemos repartido notebooks en todos los liceos militares”. Es verdad; también lo es el hecho de que esos cadetes que estudian en institutos del Estado pagan una cuota que supera los 2500 pesos mensuales, más sus libros, más sus uniformes; así que podría decirse que en un país con educación gratuita, en este caso se la han cobrado.
No dijo nada, por ejemplo, sobre la escuela más antigua que existe en el ámbito del Ministerio de Defensa, fundada por su prócer favorito. La Armada declara (y es verdad) que no tiene partida presupuestaria para dar comida, o al menos una taza de mate cocido caliente, a los cadetes de la Escuela Nacional de Náutica Manuel Belgrano.
La creación de un comando de “ciberdefensa” fue expuesta con orgullo presidencial, pero nada se dijo sobre miles de balas, toneladas de pólvora y hasta un misil perdidos sin novedad.
Revitalización declamada de la industria para la defensa, orgullo para todos, pero compramos en concreto cuatro barcos viejos para la Armada, con serios problemas en sus motores y que no servirán para patrullar el mar argentino, ya que su velocidad y su configuración no los tornan aptos para ello.
Y siguió la arenga, con el Almirante Irízar, el barco en el que ya gastamos miles de millones de pesos y que por ahora no tiene la menor posibilidad de ver más hielo que el que existe en la heladera del comedor.