Un poco en broma y otro poco en serio, muchos camaradas y amigos me preguntaron durante estos últimos días: “¿Y ahora sobre qué escribirás?”. Finalmente, hay cambio de ciclo, Cristina Kirchner y súper ego pasarán a la historia, ella y sus caricaturescas apariciones y diatribas sólo serán recordadas entre risas y mofas en alguna que otra reunión social. ¿Pero qué harán aquellos que —como en mi caso— se han granjeado amores y odios varios por expresar un pensamiento crítico sobre ese engendro filosófico y político denominado kirchnerismo?
En mi humilde y aún inexperta opinión, columnas como estas sirven muchas veces de alerta temprana para prevenir un posible desvío no deseado o para ser una verdadera luz roja de alarma cuando definitivamente en algún aspecto determinado la gestión desbarrancó por alguna causa.
En épocas normales como las que se avecinan, luces verdes, amarillas y rojas se han de alternar sin solución de continuidad por el lógico lema que indica que quien hace siempre está en riesgo de cometer un error. Lo particular de los últimos 12 años es que el color rojo predominó en el tablero de alarmas de la política gubernamental.
Muchos señores, vestidos de paisanos o de uniforme, se van de esta nefasta gestión dándome vuelta la cara cuando me cruzan en un pasillo. No siempre la crítica es bien aceptada y menos aún por parte de funcionarios de un régimen tan particular como el que saldrá eyectado de la Casa Rosada a las 12 horas del próximo 10 de diciembre.
Ahora bien, sin ánimos de comenzar a generar nuevos enemigos y sabiendo que mis muchos amigos y futuros funcionarios de Cambiemos tienen criterios democráticos más amplios que sus antecesores en la gestión, me quiero permitir emitir una alerta amarilla por algunas situaciones totalmente entendibles en estas horas tan próximas al triunfo electoral, pero que, de repetirse con frecuencia, acabarán en una desagradable semejanza con lo que afortunadamente estamos dejando atrás.
Durante la noche del pasado sábado, durante las siempre glamorosas cenas de la señora Mirtha Legrand, un eufórico futuro ministro expresó una, diez, cien loas al talento, la sagacidad, la inteligencia y otra decena de calificativos que recaen invariablemente en la persona de Mauricio Macri. La gota que derramó el vaso de la paciencia de la otra artífice del triunfo electoral del pasado 22 de noviembre —Elisa Carrió— fue la declaración ministerial sobre la visión premonitoria de Mauricio a la hora de no cerrar acuerdo alguno con Sergio Massa.
Lilita, poco afecta a quedarse con alguna palabra guardada si la circunstancia no lo justifica, no sólo indicó que la decisión fue tomada por todos los integrantes de la coalición electoral, sino que además le aclaró al futuro encargado de la cultura nacional que la obsecuencia exagerada no es buena.
Entre las muchas cosas que llevaron a casi trece millones de personas a cambiar el curso de la historia y el futuro del país figuran primeras en el ranking: el hastío a la exacerbación del personalismo casi al punto de su entronización en los altares; el imperioso mandato dado a cada uno de los funcionarios para nombrar a Él o a Ella con una frecuencia no menor a dos de cada tres palabras emitidas y la absolutamente prohibida mención a cualquier idea o solución a cualquier problema sin añadir que obviamente la ocurrencia fue de alguno de esos dos seres todopoderosos, uno de los cuales mutó de Eternauta a barrilete cósmico y anda saltando del ARSAT I al ARSAT II, tal vez intentando que alguna vez lleguen a funcionar tal como nos prometieron.
Si pretendemos dejar atrás 12 años de mesianismo extremo, de locura desenfrenada y de todo eso de lo que nos cansamos (al margen del latrocinio sin cuartel, la inseguridad y todo lo demás), seamos estrictos a la hora de no hacer con nuestra conducta individual y colectiva que volvamos a caer en el mismo error.
El ingeniero Macri es el hombre en el que hoy quienes lo votaron y —ante el hecho consumado— quienes no lo hicieron tienen depositado su futuro y su esperanza. Es la cabeza visible de un equipo. Porque es un equipo, ¿no?
Cambiemos propone, entre otras cosas, normalidad y racionalidad. Pues bien, una sana forma de ejercerlas es comenzando a aceptar que el jefe no tiene todas las respuestas, tampoco los conocimientos para descubrir todas las soluciones y mucho menos la capacidad física y temporal de estar al tanto de todos los problemas.
Su mérito es dirigir la orquesta con mano firme y pulso sereno. También lo ha de ser el de elegir al mejor músico para ejecutar cada instrumento; pero es muy sano que los espectadores (nosotros) podamos llegar a reconocer el virtuosismo de cada uno de ellos por sí mismos. Ya sabemos quién tiene la batuta, no hace falta que nos lo digan a cada rato.
Macri hoy llama la atención por sus modales afables, por responder preguntas, por no ser grosero ni chabacano; también por haber convocado para la tarea a los más capaces y no a los más amigos, al punto de ofrecer continuidad a un ministro del régimen saliente. Casi que asombra al anunciar que el 11 de diciembre convocará a quienes fueron sus rivales electorales, que negociará con el Partido Justicialista (PJ) y promoverá una Justicia independiente. Es casi un ser, digamos, normal.
No lo transformemos en un Adonis todopoderoso que ni él reclama ser. No es ni más alto, ni más inteligente, ni más ingenioso de lo que es. Gracias a Dios está muy bien así como está. Y esto es responsabilidad no sólo de su propio equipo de funcionarios, que deberá tener la firmeza necesaria para decir “no” cuando sea aconsejable decirlo, sino también del periodismo en general, y de los propios militantes.
Adular por demás al líder suele ser directamente proporcional a la incapacidad del adulador o al temor al adulado. También puede reflejar la irresistible tentación de cargar todo el peso de la gestión en una sola persona, para que si, llegado el caso, algo sale mal, tengamos a quién culpar.
Pongamos, tibia y discretamente, un ojo en este aspecto de la nueva gestión. Dispongámonos a avanzar con confianza ante la gran luz verde que se enciende. Pero, ante el menor peligro, tengamos a mano las luces amarillas de alarma. Al fin y al cabo, el amarillo es, hoy por hoy, el color de la nueva esperanza. Dios quiera que no volvamos a fracasar.