Solía decir un sacerdote amigo que quien piensa de manera cristiana y actúa como si no lo fuera termina pensando como actúa; por supuesto, el buen cura se refería a las conductas privadas, procurando alejar a sus fieles de la tendencia natural a observar mecanismos licenciosos.
Esta reflexión podría aplicarse (con una adecuada traslación) a la política argentina, y en especial a Mauricio Macri, quien, a fuerza de teñir su conducta de consignas populistas con tal de atraer votos indecisos, puede terminar como temía el viejo párroco: enamorado de esas tesis cuyo repudio hizo que más de la mitad del electorado capitalino lo acompañara. Por otra parte, esta decisión, además de peligrosa, es inservible (con perdón de sus estrategas), ya que nadie votaría al señor Macri por más que la demagogia le impusiera bailar o hacerle morisquetas a la Presidente. Nadie le creería y por supuesto no torcería su voto (tal vez alguno perdería).
Es posible que su estrategia consista en atraer al votante indeciso, precavido por temor al salto al vacío, pero los indicadores económicos son alarmantes y es probable que el Gobierno deba obrar en consecuencia. Por otra parte, la calma chicha que acompañó hasta la presente elección se encuentra interrumpida y quizás la Presidente deba adoptar algunas medidas odiosas, en cuyos sueños más temibles no imaginó nunca.
Si el señor Macri ha juzgado las políticas llevadas a cabo por los gobernantes, ¿qué dirá ahora? ¿Está a favor o en contra? Da la impresión -sin pisar los pies de sus estrategas- que esa tarea debería dejársela a Daniel Scioli, el que se ocuparía de explicar lo inexplicable y perder votos espantados, los que irían a parar, en un ballottage, al candidato que represente a la oposición.
Es probable que este análisis parezca demasiado lineal, pero en todo caso nadie debe parecer lo que no es; más allá de las explicaciones históricas o doctrinarias que demuestran que las definiciones de izquierda y derecha se encuentran precluidas, está nuestra verdad política. En la Francia revolucionaria, la derecha representaba al Gobierno y este al orden; la izquierda eran los jacobinos, los que atacaban el orden establecido. En ese caso, extrapolado ese dato a la época actual, ¿cómo sería el régimen de Castro en Cuba o el de Stalin en la Unión Soviética? ¿De derecha? ¡Los que luchan por la libertad ni los comunistas los aceptarían!
Lo cierto es que Europa ha debido posponer la doctrina a la realidad, y el periodismo ha hecho el resto por una cuestión práctica, no de historia: hay izquierdas y derechas.
De allí la afirmación anterior; “nadie debe aparentar lo que no es” o por lo menos lo que la opinión pública cree que es. Al señor Macri en la ciudad de Buenos Aires lo votó la derecha, es decir, quienes quieren el orden, la disciplina personal y fiscal, las cuentas claras, aunque ellos mismos no supieran que pertenecen a esa corriente ideológica. Inversamente, lo votaron en contra los militantes (opositores o aliados), los que descreen de la disciplina y el orden o desean establecer uno distinto; aunque no lo sepan (es poco probable), pertenecen o ayudaron a la izquierda.
Finalmente; ¿el resultado electoral los dejó satisfechos? A juzgar por las caras, los que perdieron festejaban y quienes ganaron tenían el rostro por el suelo. No fue tan así. Martín Lousteau carece del derecho a atribuirse un solo voto más de los obtenidos quince días antes. Y Horacio Rodríguez Larreta -si aceptara la acusación que le formulan sus antagonistas, de que pertenece a la derecha- hizo una elección magnífica, habida cuenta que la derecha muy pocas veces superó esa marca.
Cuando Hugo Banzer Suárez se impuso en Bolivia con el 34 % de los votos, las restantes fuerzas políticas se coaligaron en el Colegio Electoral para impedir su designación. Se adujo entonces que había sido el jefe de un movimiento cívico-militar triunfante. ¿Y el señor Jorge Alessandri en Chile? Fue presidente elegido en los sesenta en elecciones impecables. En 1970 compitió nuevamente por la primera magistratura. A pesar de pertenecer a la primera minoría ofreció a Salvador Allende (que había virtualmente empatado con él) renunciar a sus aspiraciones y llamar a nuevas elecciones para conocer la opinión definitiva de los electores. Obviamente, Allende se negó y alegremente aceptó el apoyo de los demócratas cristianos, sin importarle precipitar a su país a una tragedia.
Sin perjuicio de reiterar que el ballottage habrá de definir el régimen que nos gobierne en los futuros cuatro años, puede afirmarse que en la Argentina, como en todas partes, para triunfar la derecha debe hacerlo por una diferencia tal que elimine la tentación recurrente de unirse los opositores suyos para impedirle gobernar.