Por: Gastón Recondo
Tenía 15 años cuando viví por primera vez la experiencia de peregrinar a Luján. Hacía ya dos años que participaba activamente de las diferentes actividades de la Parroquia Virgen Inmaculada de Lourdes, en el barrio porteño de Flores. Mis amigos de entonces siguen siendo mis amigos. Llevábamos dos años participando activamente de las diferentes actividades parroquiales, deseando alguna vez poder formar parte de la multitud que se juntaba cada primer sábado de octubre para caminar los 60 kilómetros existentes entre Liniers y Luján. Nuestra querida virgencita era el motivo, por lo menos en lo teórico.
Aquella fue la primera de las once veces que crucé el oeste bonaerense caminando. Fue la única vez que no llegué. El cansancio lógico e inevitable al llegar a General Rodríguez, sumado a la incertidumbre de si sería capaz de aguantar esos últimos 17 kilómetros y la sensatez de quienes nos acompañaban detuvieron mi marcha y la de algunos de mis amigos. Otros siguieron, y llegaron, por supuesto.
Recuerdo aquel viaje de regreso en el micro que reunía a todos, tanto los que habían completado el recorrido a pie como los que no, como si fuera hoy. Como tantas veces, cuando la expectativa es tan grande crecen las probabilidades de decepcionarse. Fue justamente lo que me ocurrió. Por un lado, la desilusión en lo personal por no haber completado el trayecto me dominó a tal punto que llegué a pensar que había sido un problema de fe. Era adolescente, se puede entender. Y en segundo término, las casi 12 horas que había transitado por Rivadavia no habían tenido absolutamente nada que ver con lo que uno supone o prejuzga de un acontecimiento religioso. La imagen creada previamente en mi cabeza era de gente rezando, cantando, o a lo sumo charlando. Mi sorpresa fue encontrarme con gente escuchando cumbia o rock, hombres buscando en el alcohol o alguna sustancia prohibida el calmante o estimulante que lo ayudara a llegar a destino, gente dispuesta a colaborar con el de al lado y otra fácilmente irritable, cristianos de la vida y mercenarios de la fe.
Había visto de todo, y no lo podía digerir. Apenas pude lo hablé con el Padre Alejandro Puiggari, sacerdote novato por aquel entonces, guía y referente nuestro aún hoy. Le dije: “¿Qué tiene que hacer toda esa gente ahí, si estamos yendo a ver a la Virgen?”. Sabiamente, me contestó: “No te preocupes por cómo van sino a dónde van”. Me quedó tan grabado que al año siguiente intenté observar el mismo fenómeno desde otra óptica. En este caso, ya sin prejuicios. Y entendí, de una vez para siempre, que cada uno hace lo que puede, vive como le sale vivir, cree en lo que siente necesidad de creer. Desde aquella experiencia inicial, ir a Luján significa para mí la chance de aprender a mirar a los demás, a descubrir sus corazones y exponer el mío, a repasar muchas de mis conductas y permitir que el camino me sorprenda también.
Es la vida resumida en 60 kilómetros. Al comenzar la procesión tenés sueños, anhelos, amigos, reservas físicas. Durante el trayecto vas encontrando nuevas relaciones, descubriendo preguntas que surgen de la charla con quien vaya al lado, el cuerpo comienza a doler y la cabeza puede confundirse. Al llegar, mirando a María de frente, el alma no sabe qué hacer primero, si pedir o agradecer, todo con pleno orgullo. Al regresar a casa, las piernas no dan más pero el corazón sonríe, las historias para contar son miles, el recuerdo de lo experimentado quedará para siempre.
Hace más de 3 décadas que se produce este fenómeno popular en la Argentina, el más importante de todos. Somos siempre más de un millón de argentinos los que ofrecemos nuestro andar de manera pacífica y respetuosa, salga o no en las tapas de los diarios del lunes siguiente. En definitiva, la gente común nunca aparece en las portadas, gracias a Dios.