Por: Gastón Recondo
A Matías Almeyda lo conozco desde hace 20 años. Lo veía entrenarse en Villa Martelli, recientemente sumado a un plantel profesional repleto de experiencia y caudillos. En dicho contexto, y a pesar de su juventud, ya sobresalía por su carácter. Se cortó el pelo, aprendió todo lo que pudo del puesto de la mano del Tolo Gallego, compitió sanamente con Leo Astrada, y se transformó en imprescindible e insustituible tanto en River como en la selección antes de cumplir 23 años. Dueño de una condición atlética admirable, rebelde ante cualquier injusticia que pasara cerca, temperamental y competitivo, tuvo todo para ser un jugador de elite y lo fue. Atrás en el tiempo, no en su cabeza, había quedado el desarraigo, tanto sufrimiento por alejarse de su Azul siendo tan chico. Aquel padecimiento le pasó factura en varios momentos de su carrera. Estamos hablando de una persona que llegó a sufrir tanto ciertos aspectos propios del fútbol profesional y de su negocio que decidió retirarse muy tempranamente. Los cuatro años que vivió fuera del mundo futbolero le permitieron entender que podía convivir con lo que tanto lo alteraba y rebelaba. Volvió para jugar en River y cumplió. La última foto como futbolista no fue la soñada. Ni siquiera llevaba puesta la ropa de jugador por estar suspendido ese fatídico 26 de junio de 2011.
River debía recomponerse rápidamente. Lo primero que resolvió Passarella como presidente fue ofrecerle ser el entrenador del equipo en la B Nacional. Almeyda aceptó inmediatamente. No se permitió hacer el duelo por el retiro ni por el descenso. Dio vuelta la página en un segundo y se cargó una presión desconocida para él. Desde ese día en adelante, ya nunca más fue indiscutido.
Confieso que nunca me cerró del todo que Almeyda fuera el técnico de River apenas retirado. Es más, y se lo dije en una conversación telefónica, estaba y estoy convencido de que debería haber continuado un año más como futbolista. Aceptando la propuesta del presidente del club no hacía más que exponer todo el amor que tan genuinamente se había ganado entre los hinchas millonarios. Ese asiento en el banco de suplentes es una silla eléctrica. Conociendo la impulsividad y la carencia de memoria del argentino en general, imaginé que cada traspié se traduciría en agravio. No me causa ninguna gracia el insulto, mucho menos cuando es gratuito.
Puedo hacer una lista bastante extensa de lo que, a mi criterio, hizo mal o pudo haber hecho mejor en este casi año y medio como entrenador. Nobleza obliga, también le puedo anotar la misma cantidad de aciertos. Más allá de pareceres personales y absolutamente discutibles (estoy a años luz de saber de fútbol tanto como Almeyda), noto que una vez más estamos en presencia de una traición. En el hipotético caso de que la dirigencia de River no lo tolere más como responsable técnico del equipo, lo más noble y decente que puede hacer es comunicárselo, solicitarle que renuncie y, si no encuentra consenso, despedirlo. Hablamos de un comportamiento propio de un hombre. En cambio, de la misma forma que hemos visto comportarse a otros dirigentes en otros clubes no hace mucho, comienzo a notar un rosqueo asqueroso y repugnante que sólo busca ensuciar y desgastar a la persona para que se harte y se vaya sin reclamar nada. Esta es una conducta típica en la gente cobarde. Miserables.
Espero que la locura no se propague aún más, que irrumpa la cordura y la calma, y que los destinos de River y de todo el fútbol argentino no se resuelvan más por impulsos ni agachadas.