Algún día seremos libres

Gastón Recondo

Hace algunos años, en una de las inolvidables mañanas informales, a mi querido y añorado Jorge Guinzburg se le ocurrió la idea de invitar a su referente en el periodismo, Jorge Göttling. El recordado y también fallecido periodista era para muchos de nosotros un faro. Tantos años escribiendo en Clarín, con la simpleza de quien pretende ser leído por cualquiera y la profundidad de quien tiene ganas de comprometerse con la realidad. Aquel día, inolvidable para todos los que prestamos atención a su charla, me dejó una frase tan sencilla como contundente. Göttling nos sugirió a todos los comunicadores que nunca dejásemos de viajar en transporte público, que dentro de lo posible lo hiciéramos con cierta frecuencia, pues sería la mejor forma de estar al tanto de cómo estaba y qué le pasaba a la gente a la cual le estábamos hablando a través de los medios. Muchos de los que trabajamos en la comunicación tenemos la tendencia a encerrarnos en nuestro mundo, llenarnos de ocupaciones y suponer que el mundo sigue tal cual lo recorrimos tiempo atrás.

Desde aquella mañana, intento aprovechar cada oportunidad de conocer personalmente historias o situaciones que generalmente uno descubre por relatos de otros o vivencias ajenas.

El sábado pasado tuvimos la oportunidad, junto con Beto Casella, de visitar una cárcel. La Unidad 43 de González Catán nos invitó y aceptamos gustosos. Si bien los dos ya habíamos pasado por la experiencia de visitar un penal, en este caso las conclusiones fueron diferentes a las anteriores. Construido hace aproximadamente 7 años, el espacio donde permanecen privados de su libertad casi 500 hombres lucía prolijo. La confianza de las autoridades tanto en nosotros como en los reclusos nos habilitó a recorrer todas las instalaciones, llegando a tener contacto y diálogo con ellos dentro de las mismas celdas. El “paseo” duró casi dos horas. Supimos que las visitas no se limitan más a un día por semana sino que el contacto con sus familiares es casi diario, que los encuentros “higiénicos” ya no son en un contexto humillante como antes, que las biblias abundan gracias a una fuerte presencia de la iglesia evangélica. Pudimos hablar y preguntar todo lo que quisimos, tanto a guardias como a internos, sin restricciones. Las conclusiones fueron precisas, contundentes, inquietantes.

Uno supone que después de vivir la experiencia del encierro el hombre jamás repetiría el error que lo sentenció a ese castigo. Supone mal. Supone desde la comodidad de un sillón o detrás de un escritorio, lejos de la realidad. Lamentablemente, son muy pocos los que una vez que salen de ahí no vuelven al lugar de donde venían. Cuando recuperan su libertad, lo que los espera afuera es, cuanto menos, la misma problemática social y cultural, sanitaria y laboral, que vivían hasta el día de su detención. Por mucho que mejores su alma y su cabeza, son seres humanos que se pueden volver a equivocar.

Siendo totalmente sincero, mi soberbia me hizo creer hasta el sábado que yo estaba a salvo de vivir un encierro así. La lección me la dio mi amigo Beto. En el momento de saludar a todos los que nos habían recibido con tanta amabilidad, dijo “ni Gastón ni yo estamos en condiciones de asegurar que nunca estaremos en el lugar de ustedes, porque no lo sabemos. A veces el hombre hace cosas de las cuales se arrepiente y por las cuales tiene que pagar”. Durante muchos años fui juez de los demás, calificando una y otra vez a personas de las que sabía poco y nada. Tuve la suerte de que se cruzaran en mi camino personas generosas que me ayudaron a abrir los ojos y la mente. No todos gozaron de la misma fortuna. No todo es lo que uno supone. Yo suponía que le estaba haciendo un favor a los que nos invitaron, cuando en definitiva el favor me lo estaban haciendo ellos a mí. Tanto tiempo creyendo que la gente merece siempre una segunda oportunidad cuando quizás nunca llegaron a tener una primera.

El prejuicio también es una cárcel.