Por: Guillermo Chas
La Ley 24.521 de Educación Superior, en su artículo 33, consagra que las instituciones universitarias de nuestro país deben promover la excelencia y asegurar, entre otros derechos, la libertad académica. Sin embargo la legislación es, en este punto, cuanto menos insuficiente, ya que al quedarse en una simple enunciación del mencionado derecho -sin establecer a qué se refiere concretamente con libertad académica-, su sola mención no alcanza para asegurar su eficaz tutela en la realidad, especialmente cuando el alcance y la extensión del derecho de libertad académica han generado una amplia discusión en la doctrina en lo relativo a su contenido y extensión.
Los teóricos han formulado una división generalmente aceptada sobre la existencia de dos manifestaciones de este derecho: por un lado la libertad académica del profesor (lerhfreiheit), asemejable al derecho de libertad de enseñanza que le permite al docente investigar y enseñar sin mayores límites que los necesarios para el respeto de las cosmovisiones propias de la institución en la cual se desenvuelve; y por el otro la libertad académica del estudiante (lernfreiheit), que le confiere al estudiante, entre otras prerrogativas, la posibilidad de optar por los cursos y docentes que ellos prefieran para tomar clases de las distintas asignaturas y ser examinados sobre los contenidos aprendidos.
En el caso de las universidades públicas, y especialmente en las unidades académicas dedicadas al estudio de las ciencias humanas, es sabido que hay un mayor grado de libertad académica del estudiante, posiblemente sustentado por un amplio espectro de factores que abarcan desde el cogobierno hasta la enorme masa de alumnos y la consecuente existencia de numerosas cátedras, permitiéndole al discípulo disponer de una gran autodeterminación a la hora de elegir con qué profesor cursar o rendir una materia.
La contracara, en cambio, se manifiesta en las universidades privadas que -en la generalidad de los casos- poseen restricciones mucho más fuertes que limitan la voluntad del alumno al momento de optar por un curso u otro para aprender o examinar una determinada asignatura, mediante mecanismos que, por ejemplo, lo obligan a cursar todas las materias de un cuatrimestre o año en las cátedras agrupadas bajo una comisión o curso (conjunto de cátedras de distintas asignaturas) o a rendir cada materia en la cátedra en la cual cursaron la materia.
De esta forma, el alumno de la universidad privada es protegido de los males que podría ocasionarle optar por cátedras fáciles que le permitan sobrellevar gran parte de sus estudios sin aprehender un mínimo de contenidos necesarios para graduarse con una formación competitiva. Y si bien a priori esta protección parece ser un justificativo válido para restringir el derecho de libertad académica a los estudiantes, un análisis más exhaustivo nos hace ver que esa conclusión no es tan cierta.
Se hace evidente que si el estudiante puede optar por cátedras fáciles - y sin entrar a juzgar la conveniencia a largo plazo de ese facilismo- sólo puede hacerlo porque la universidad no asegura un equilibrio entre los miembros de su plantel docente y para evitar que se produzca un darwinismo académico, resultante en la existencia de cátedras multitudinarias con cientos de alumnos y otras diezmadas a un puñado de estudiantes. La universidad aplica un sistema de distribución azarosa de alumnos lo cual es mucho más fácil frente a la opción más correcta que consistiría en evaluar y controlar exhaustivamente a los docentes, para asegurar un nivel de enseñanza y examinación ecuánime entre las distintas cátedras.
Algo similar ocurre con la existencia de cátedras injustas -esas que ponen el ocho al alumno, el nueve al profesor y el diez a Dios- las que serían “puenteadas” más habitualmente por los alumnos perfeccionistas o por aquellos que necesitan mantener un buen promedio para acceder a los programas de becas que ponen como parámetro de asignación de beneficios a una escala calificativa que se puede ver afectada por la desidia de algunos docentes que tienen asegurado su caudal de alumnos gracias a las restricciones al derecho de libertad académica del educando. El problema nuevamente no está dado por la posibilidad de evadir a ciertas cátedras por su carácter injusto, sino porque las universidades no evitan que haya cátedras injustas.
Si bien las comparaciones pueden ser odiosas, hay ejemplos de sobra de diferentes casas de altos estudios de Europa y Estados Unidos que nos demuestran que la libertad académica del alumno para elegir cursos no decanta ni en el facilismo que este derecho hoy posibilita en gran parte de las universidades públicas de nuestro país, ni en el darwinismo académico que busca evitarse en otras tantas universidades privadas argentinas.
Con una sana y razonable reglamentación, sumada a un adecuado control de la calidad académica por parte de los directivos, a un mayor compromiso con la tarea educativa por parte de los docentes y a un verdadero hábito de consagración al estudio por parte de los alumnos (que debe estar potenciado por una revalorización, tanto dentro como fuera de la Universidad, respecto a la importancia de tener un buen desempeño académico), la libertad académica del estudiante quedará eximida del temor y la condena reinante y se convertirá en una herramienta tan útil y loable como la libertad académica del profesor, a la cual hoy nadie cuestiona.