Por: Gustavo Gorriz
Vivimos la semana del primer aniversario de la proclamación del Califato guiado por Abu Bakr al-Baghdadi, líder autoproclamado del Estado islámico. El grupo terrorista, que desplaza a Al-Qaeda de la meca del terror, logró que este primer aniversario fuera sangriento a nivel global. Tuvo su viernes negro en pleno Ramadán, con cuatro atentados en tres diferentes continentes, que tuvieron gravísimas consecuencias en vidas humanas y también en la percepción de la inseguridad que vive el mundo entero, objetivo básico de esta organización. En días posteriores también se difundieron escenas de asesinatos de jóvenes gays arrojados de edificios en la ciudad de Fallujah en Irak y posteriormente en Nigeria, Boko Haram (quien ha jurado fidelidad al ISIS) atacó en forma simultánea tres poblaciones, asesinando y destruyendo todo a su paso.
Este breve y sangriento resumen de una semana trágica que quedará en el recuerdo cumple con el llamado realizado en septiembre de “asesinar al infiel con todo lo que se tenga al alcance de la mano, piedra, cuchillo, aplastándolo con un auto o arrojándolo de un edificio”. Estos hechos detestables, que erizan la piel y la sensibilidad de cualquiera, son en general de bajísimo costo operativo y de una extraordinaria explosión mediática. Los televidentes quedan subyugados ante estas imágenes que representan lo peor del ser humano, representan la destrucción personalizada, cercana, de contacto íntimo y muchas veces con armas casi artesanales o con las propias manos. Seguramente quedará para la psiquiatría indagar a fondo los motivos que impiden una mínima empatía de esos terroristas con el humano a ser eliminado y también quedará para la psiquiatría investigar qué representa para el resto del mundo la fascinación por ese espejo en el que la mayoría terminamos curioseando y finalmente nos reflejamos.
Todos estos hechos coinciden en lo personal con una intensa y variada visita a varios lugares de Francia, uno de los países occidentales más afectados por el accionar del terror y donde la inexplicable decapitación de un empresario sacudió en sus entrañas la ya compleja relación de ese país con un desarrollado e importante sector musulmán, muchos de ellos franceses de segunda o tercera generación. Traje de ese viaje la fácil observación en la vida cotidiana del respeto y la educación entre la gente común, con una importante diversidad religiosa y racial. También pude observar en forma simultánea cómo se agitan desde la política y desde los sectores extremos las banderas de la intolerancia.
Lo real y lo concreto es que nada de todo lo ocurrido en tantos lugares del mundo y en forma simultánea parece tener relación alguna entre sí. Tan solo los une la proximidad del primer aniversario de la proclamación del Califato y el aparente accionar individual de fanáticos que siguen las consignas generales que circulan en forma global en Internet. Justamente esto es lo que genera el mayor marco de gravedad. Cualquiera que enfrenta una crisis desea que esa crisis tenga una cabeza y que esa dirección haga ejecutar las operaciones pertinentes, respondiendo a la lógica de una organización responsable. Nada, pero nada es peor que una crisis sin cabeza, sin órdenes, cuyas acciones solo se ejecutan por inspiración ideológica o religiosa. Que son producto de acciones individuales o de células mínimas y que carecen de jefes y de cualquier vínculo entre sí. Esos lobos solitarios, ejemplificados en mil novelas y películas, encuentran en el fanatismo extremo la resolución que los lleva a terminar con su vida, provocando el mayor daño posible, afín con los supuestos designios de Alá. No hay conexiones ni señal alguna que permita detectar a estos topos que permanecen dormidos y que, de la noche a la mañana, sorprenden hasta a su propia familia. Un ejemplo parece ser el caso del alegre bailarín de break-dance, Seifeddine Rezgui, devenido en un feroz asesino de 38 personas en las playas de Túnez, fusil Kalashnikov en mano y con el nombre de Abu Yahya al-Qayrawani, ante la incredulidad de sus propios padres y amigos.
Túnez (Francia es otro caso similar) ya aportó 3000 hombres a la yihad. La pregunta es ¿cómo se los controla?, ¿cómo se los detecta antes de actuar? Y una pregunta más compleja aún: ¿cómo actuar ante una sospecha con ausencia total de una acción que justifique el arresto? Identificar a potenciales terroristas es sumamente complejo. Ahora bien, respecto de los identificados en esa categoría, ¿cuántas personas de los sistemas de inteligencia se requieren para poderlos controlar? ¿Diez personas…? Algunos dicen que veinte. Tener 24 horas en la mira a un connacional por su potencial radicalización confronta con los conceptos de libertad ciudadana y de convivencia pacífica, requiere además de infinitos recursos humanos y económicos, con resultados inciertos. Debiendo además enfrentar fracasos extremos, vaya como ejemplo la decapitación de este empresario francés por parte de un empleado de años, asunto prácticamente imprevisible y cuyas consecuencias mediáticas rozan peligrosamente la política.
Finalmente de eso se trata, de llegar a la política, y de que el cambio de humor de la opinión pública debilite a los gobiernos infieles. Un debilitamiento provocado por un terror profundo que afecte las creencias culturales y los valores en los que se encuentra cimentada esa sociedad, un lugar al que se tardó siglos en llegar y que hoy está enfrentando un peligro global.
Ese es el mensaje desde las paradisíacas arenas donde murieron los turistas occidentales en Túnez, ese es el mensaje de los chicos y las mujeres víctimas en Kobane (Siria) y ese es el mensaje de los soldados de AMISOM caídos en Somalía. El mensaje de ISIS es que nadie está exento de esta sed de sangre. Nadie.