Por: Gustavo Gorriz
Si es verdad que una imagen vale más que mil palabras, qué decir, qué escribir sobre la pérdida irreparable de Aylan, ese pequeño niño sirio que ofrendó su vida en las playas de Turquía para sacudir al mundo con el horror de los refugiados.
Ese mortal testimonio visual que no necesita de ninguna palabra pudo más que las miles de portadas de los miles de periódicos, pudo más que el millón de notas periodísticas posteriores, pudo más que las palabras emotivas del poeta y la representación que artistas del mundo entero realizaron para homenajear al niño-ícono que no estará ausente de ningún resumen de la década en que vivimos y al que muchos le auguran el triste privilegio de convertirse en el personaje del año.
Fue increíble también observar la reacción de las comunidades de todo el planeta -la gente de a pie, incluso, adolescentes y niños- ante ese manifiesto brutal que transitó como nunca por las redes sociales. Y quizás sean las palabras del periodista Pedro Simón, en su extraordinaria columna “El niño en la playa” (El Mundo, España), las que mejor hayan transmitido esa angustia colectiva: “¿Cuántos niños sin nombre se ha tragado el océano? ¿Llevaban camiseta azul o una verde cuando se ahogaron? ¿Hicieron alguna vez un castillo de arena?”.
Es que ese cuerpito inerte en las playas turcas puso imagen a la tragedia de millones de personas, como en otro tiempo lo hizo Ana Frank con su diario escrito en la “casa de atrás”, en Ámsterdam, en la que permaneció escondida de los nazis durante dos años antes de morir en un campo de concentración. Ícono de las aberraciones de la Segunda Guerra Mundial, Ana Frank tiene en común con Aylan el hecho de que los padres de ambos fueron los únicos sobrevivientes para dar testimonio de sus tragedias.
También nos ha quedado como símbolo y causa del derrumbe final de Vietnam la lacerante foto de la “niña del napalm”, Phan Thi Kim Phúc, desnuda y quemada huyendo de su aldea, foto sobre cuya publicación se discutió, al igual que con la de Aylan, en la mesa de las redacciones del mundo debido a su brutal crudeza.
Todos estos seres humanos, reflejo de las sucesivas crisis que hemos vivido, pusieron el cuerpo, su carne, su final, su dolor definitivo para corporizar lo que el mundo sabía y que, en la comodidad de la ignorancia, de una ignorancia cómplice, prefería desconocer. Hoy, ante el shock internacional provocado por muerte de Aylan, los dirigentes del mundo se esfuerzan para buscar soluciones viables a un drama que se arrastra desde hace décadas. Que Angela Merkel y François Hollande intenten ahora ofrecer soluciones, que se critique como nunca la flema inglesa de Cameron por su dureza con la temática, no hace sino demostrar que las reacciones de los líderes mundiales obedecen sobre todo a razones mediáticas de una tragedia colectiva que no podían desconocer. Quizás el papa Francisco, con su mano piadosa puesta sobre Lampedusa y sus migrantes africanos, sea el único que se salve del naufragio universal de la política internacional ante la magnitud sin precedentes de este drama.
Aylan es apenas el rostro visible de los datos impactantes que nos entrega el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), según los cuales en el primer semestre de este año murieron o desaparecieron en aguas del Mediterráneo un total de 1850 personas, triplicando las 590 víctimas registradas entre enero y junio de 2014. Grecia e Italia son, sin dudas, los países más afectados por este éxodo. En el primero de esos países habían arribado en solo seis meses 68.000 refugiados, mientras que a Italia habían llegado 67.500 desplazados. Un tercio de los hombres, las mujeres y los niños llegados por mar a Italia y Grecia procedían de Siria, lo que muestra la dimensión de la tragedia humanitaria que vive ese país árabe.
En su informe anual de 2014, Acnur señalaba que Turquía, debido a su frontera común con Siria y con las regiones kurdas del norte de Irak, encabezaba la lista de países de destino con 1,59 millones de refugiados. Le seguían Pakistán, con 1,51 millones procedentes mayormente de su vecino Afganistán, y el Líbano, con 1,15 millones de refugiados también llegados desde Siria. El año pasado se alcanzó un récord histórico de desplazamientos forzosos y para tomar dimensión del problema pensemos que cada minuto 30 personas se ven obligadas a huir de sus hogares debido a guerras, conflictos o porque son perseguidas por motivos políticos, raciales o religiosos.
Resulta imposible que los líderes del G-20 y de la Unión Europea ignoraran esta fatal realidad que involucra a millones de seres humanos. El niño que todos quisiéramos acunar, y que algunos otros quisieran esconder, es el nuevo símbolo del drama migratorio. Es la cara de millones de desamparados, es el frágil cuerpo que yace sin vida y que invita a extender la mirada hacia todos los excluidos, de África, de Medio Oriente y también de todos aquellos que nos tocan por aquí, a la vuelta de la esquina. En las “espaldas mojadas” que cruzan la frontera entre México y Estados Unidos y sufren a manos de las mafias, en las peleas entre mareros en El Salvador, Honduras y Guatemala, en la candente frontera colombo-venezolana, en los migrantes por hambre y en búsqueda de trabajo desde Perú, Bolivia o Paraguay e, incluso, en los escondidos de sus desgracias en los rancheríos de Formosa, Tucumán o Santiago del Estero, lugares donde algunos aseguran que “la miseria no existe”.
Vivimos días tristes. Finalizo estas inútiles palabras con mi homenaje a Galib, otra anónima víctima de la indiferencia del mundo. Galib no tuvo el tristísimo privilegio de ser captado por la cámara, esa que tomó a su hermano menor Aylan en las arenas turcas. Galib tenía solo cinco años.