Por: Horacio Minotti
Es cierto que las comparaciones son odiosas. Y que el ejercicio de ningún cargo es idéntico a otro. Pero el modo en que el Papa Francisco ejerce su pontificado muestra un estilo de liderazgo inclusivo, abierto, participativo y hasta alegre, que los argentinos hemos olvidado hace años. Para liderar, para conducir un proceso político, no es necesario enfrentarse violentamente, ni obcecarse, ni tampoco agraviar.
Más allá de la cuestión religiosa, el Papa es un líder político, un jefe de Estado. Y fue puesto allí por un grupo importante de los referentes más encumbrados de la Iglesia, con el fin de promover una profunda reforma. Por ende Francisco no la tiene fácil. Debe cambiar la vieja y ya insostenible costumbre de los sectores que hasta su advenimiento controlaron la Iglesia, de ocultar sus propias miserias y apañar a los sacerdotes que no hacen honor a su investidura. Debe cambiar la imagen de una Iglesia cerrada y oscurantista y debe ordenar los números del Banco Vaticano, lo que le granjea poderosos y numerosos enemigos.
Y el nuevo Papa decidió hacerlo con transparencia, con humildad, con el ejemplo y hasta con esa pícara alegría de nuestras tierras. Su misión, insisto, es profundamente compleja, porque Francisco es un reformador, no un revolucionario. Y el papel del reformador es extremadamente más complejo que el del conservador y que el del revolucionario. Porque a diferencia del primero debe modificar el status quo vigente, algo siempre más difícil que mantenerlo como está; pero a diferencia del segundo no puede hacerlo destruyendo todo, tiene que mantener equilibrios porque debe hacer que sobrevivan las estructuras para purificarlas y modificar su funcionamiento.
El contraste puede resultar amañado lo confieso, pero uno es amañado así que vía libre. En la Argentina asistimos a una concepción del liderazgo totalmente diferente. Especialmente desde que Cristina Fernández es la líder del Estado. Su antecesor y difunto marido, si bien confrontativo, utilizaba más la simpatía y la picardía chicanera que nos es propia, para disputar con sus rivales. La actual presidenta se coloca en un lugar de furioso enojo constante, de ira incontrolada, de desprecio al que piensa diferente, de castigo brutal incluso al propio que manifiesta alguna disidencia.
El líder enojado, feroz, se identifica más con los Estados autoritarios que con los democráticos. Es el líder temible, no el que busca votos, sino el que pretende que la disidencias no se vean expuestas porque la comparación lo perjudica. Por eso persigue, con la AFIP, con la SIDE o con lo que tenga a mano, para acallar y evitar el debate.
Los autoritarios sojuzgan, anulan a la prensa libre, agravian y maltratan. El que piensa distinto debe ser perseguido, castigado y fundamentalmente acallado y ridiculizado si es posible.
Quien ejerce el liderazgo de ceño fruncido, jamás retrocede ni admite errores. Lo ocurrido con el General César Milani es un claro ejemplo. Cristina puso otra vez en juego el prestigio de su gobierno con él. Cuando el discurso de derechos humanos es uno de los pilares fundamentales de su política, lo dejó de lado al nominarlo jefe del Ejército. Expuso a muchos organismos otrora prestigios en el área, como Abuelas de Plaza de Mayo, a acompañarla en el impulso a un colaboracionista del genocidio, y cuando uno de estos organismos (el CELS) planteó su rechazo, de todos modos lo sostuvo y lo defendió por cadena nacional.
No nos engañemos, el pliego de Milani no se retiró del Senado por el informe del CELS, se retiró porque ese informe sirvió de excusa a varios senadores K para comunicar que iban a votar en contra. La sesión se cayó porque el kirchnerismo perdía, no porque el CELS estuviese en contra y “Cristina escuchó”. Lo demostró en la encendida defensa del general que hizo por cadena nacional. Ocurrió lo mismo que con el fallido candidato a procurador Daniel Reposo. A sabiendas de que era impresentable, la presidente lo impulsó igual, y decidió retirarlo cuando varios senadores “de su palo” comunicaron que no le darían el aval.
¿No hubiese sido mucho más sencillo para Cristina reconocer el error? “Ciudadanos, habida cuenta de los informes que nos acercan organismos de derechos humanos sobre el general Milani y dado que la política de derechos humanos de este gobierno es su base fundacional, existiendo un estado de sospecha razonable sobre su actuación en tiempos de represión ilegal, vamos a preservar las instituciones. Acepté la dimisión de Milani como jefe del Ejército para que no existan dudas sobre la vocación humanista de esta administración”. Ese simple párrafo hubiese sido un acto de liderazgo democrático por parte de la presidente.
La sociedad hubiese leído “me equivoqué, me avisaron y corrijo” ¿Dónde está el deshonor o la pérdida de poder en esto? Al contrario hubiese implicado un grado de racionalidad más que deseable. Escuchar a otros nos hace fuertes no débiles. El que piensa distinto, o puede ver la realidad con mejor información o desde otro ángulo, nos enriquece. ¿Cómo mejoramos si todos siempre nos dan la razón? Pero la presidente respondió con más enojo. Repitió su frase sobre rulos y algún otro mohín de los clásicos.
Se puede liderar como Francisco. De hecho, en una democracia tiene más lógica, porque uno testea su aprobación de modo bianual, mientras que el Papa reina hasta su muerte. El liderazgo furioso es para los Kadafi o los Dos Santos (Angola) que Cristina tanto admira pero que son dictadores. Maquiavelo escribió “El Príncipe” en otro contexto, justamente para un monarca, no para el jefe de Estado de una república democrática.
Pero no estaba loco, también escribió los “Discursos para la primera década de Tito Livio”, donde aconseja a un gobernante republicano que debe someterse al voto. Ese era el libro que había que leer.