Cuando Norge, gerente de una discoteca, supo por un amigo que tiene internet en su casa, del revuelo mediático internacional sobre el presunto deceso del barbudo Fidel Castro, la noticia le provocó sensaciones encontradas.
“Para el mundo el gran titular podría ser la muerte de Fidel. Pero para los cubanos el día después de su fallecimiento sumaría una cuota insoportable de culto a la personalidad y constantes evocaciones en la prensa. ¿Te imaginas? Un mes como mínimo de duelo nacional, largas colas en el Memorial José Martí de la Plaza de la Revolución para firmar un libro de condolencias y programas especiales todo el día en la televisión y radio nacionales. Tiradas extras de Granma y Juventud Rebelde, libros, conferencias sobre su vida y obra. Probablemente se inaugure un museo, diversas efigies en todo el país y sus citas y discursos importante nos saldrían hasta en la sopa. Su presencia intangible volvería a planear sobre la vida de los cubanos, que ya bastante tenemos con la escasez de dinero, comida y falta de futuro”, señala Norge gesticulando con las manos.
Fidel Castro es un personaje controvertido. Lo quieren o lo odian con la misma intensidad. Para sus devotos, está por encima del bien o el mal. Para sus detractores, es el culpable del desastre económico en Cuba, el déficit habitacional y la infraestructura del cuarto mundo. Durante 47 años gobernó con puño de hierro los destinos de la Isla. Su revolución hizo más hincapié en lo político que en lo económico. Coartó la libertad de expresión y de prensa y eliminó el habeas corpus.
Administró el país como una finca de su propiedad. Tenía prerrogativas ilimitadas. Sin consultar a los ministros, al soso parlamento nacional o a sus ciudadanos, abría la caja de caudales del erario público para construir un centro de biotecnología, refugios antiaéreos o comprar en África una manada de búfalas y experimentar con su leche. Dirigió la nación a golpe de campañas. Una mañana movilizaba al país para sembrar café, plátanos o edificar un centenar de círculos infantiles.
En política exterior tuvo una estrategia subversiva. Hasta su llegada al poder, jamás un mandatario de América Latina dedicó tanto dinero y recursos intentando exportar un modelo social. Entre 1960 y 1990 Castro envió tropas o asesores a una decena de países africanos. También una brigada de tanques a Siria, en la guerra de Yom Kipur con Israel en 1973.
Tenía una reserva gigantesca de autos, camiones o sardinas en lata. Desde una casona en el reparto Nuevo Vedado, sentado en una silla giratoria de cuero negro, dirigió a distancia la guerra civil de Angola. Como un bodeguero de barrio, estaba al tanto del rancho consumido por las tropas que tomaban parte en la batalla de Cuito Canavale, al sur de Angola.
Era puntilloso. Sus interlocutores, simples esculturas de cera y mantenía un gobierno paralelo que a una orden suya, desviaban fondos de la nación para conseguir algunos de sus caprichos. Con frecuencia caminaba por un pasadizo subterráneo que conectaba su oficina con la sala de redacción del diario Granma y escribía extensas gacetillas, cambiaba la plana o editaba las noticias.
En tiempos de huracanes, se desplazaba hasta el Instituto de Metereología, en Casablanca, al otro lado de la bahía de La Habana, y desde allí predecía el probable rumbo de un ciclón. O apartaba al manager de la selección nacional de béisbol para trazar personalmente las estrategias a seguir en un tope bilateral de Cuba contra los Orioles de Baltimore.
Durante 47 años, Fidel Castro fue protagonista indiscutible en la administración de Cuba. En toda sus facetas. Luego de su jubilación por enfermedad, en 2006, se dedica a escribir extravagantes reflexiones donde augura el fin del mundo y a investigar las propiedades “excepcionales” de la moringa.
La última noticia de Fidel Castro fue un escrito en el diario Granma analizando un editorial del New York Times sobre Cuba. Después de tres meses de silencio, en los últimos días los rumores sobre su muerte se han disparado en los medios internacionales.
Tal vez el runrun partió del Twitter donde el ex ministro de Kenia y líder de la oposición en ese país, Raila Odinga, el 4 de enero anunció el fallecimiento de su hijo de 41 años, llamado Fidel Castro Odinga. Pero lo cierto es que el anciano guerrillero no ha opinado públicamente sobre el histórico acuerdo del 17-D entre La Habana y Washington. Y ni siquiera se ha tirado una foto con los tres espías cubanos encarcelados en Estados Unidos, y cuyo regreso a la Isla fue una de sus políticas prioritarias desde 1998.
Mientras en el mundo se encienden las alarmas, la sensación que se percibe entre muchos cubanos de a pie es que prefieren a un Fidel Castro con bajo perfil noticioso.
“Que se muera cuando Dios quiera. Calladito es mejor. Ya habló bastante. Fue demasiado intrusivo y protagonista en nuestras vidas durante casi 50 años”, acota Daniel, chofer de ómnibus urbanos en La Habana.
El estresante quehacer diario en Cuba apenas ofrece espacio para especular sobre la salud del ex comandante en jefe. Juliana, jubilada, espera la noticia de un momento a otro. “Probablemente no goce de buena salud. Pero es que lo han matado tantas veces en Miami, que cuando se muera de verdad la gente no se lo va creer”.
En los últimos nueve años, Castro I ha pasado a ser un actor secundario en la política nacional. Mucha gente lo agradece y se pregunta en qué cambiaría la situación en Cuba tras su muerte. Si algo ha sabido vender el régimen es que el castrismo perdurará después de Fidel.