Pese a la sombría “ley de hierro de los salarios” de Malthus que dominó la escena económica hasta fines del siglo XVIII, el pesimismo keynesiano de un desempleo creciente en la dinámica de Harrod-Domar, el mundo estancado en el largo plazo de Solow-Swan y las aterradoras predicciones del Club de Roma, vivimos en un mundo maravilloso. Tal como señalaba Julian Simon: “Las condiciones materiales de la vida cotidiana seguirán mejorando cada vez más, para más personas, para más países y por el resto del tiempo indefinidamente. En uno o dos siglos, gran parte de las naciones y la mayoría de la humanidad tendrá estándares de vida superiores a los que existen hoy en Occidente”. En definitiva, puede que no sepamos cómo será el futuro, aunque deberíamos estar seguros de que será mucho mejor.
En la visión de Simon, la población tiene un rol preponderante. Las presiones demográficas han creado necesidades que dieron lugar a la innovación. En definitiva, ésta es la esencia del progreso tecnológico impulsado por la demanda. Por otra parte, desde el lado de la oferta, en aquellas poblaciones que son grandes y diversas, existe una mayor probabilidad de que alguna persona se tope con una idea que beneficie al mundo. Así, cuanto mayor el tamaño y densidad de la población, mayor será el número de personas con ideas útiles, y por lo tanto, mayor será la tasa de progreso técnico.
Hasta hace poco más de 200 años el mundo era guiado por la lógica maltusiana. Las mejoras en productividad eran absorbidas por mayor población y con ello el ingreso per cápita casi no variaba. El descubrimiento de las herramientas y el fuego hicieron que la población mundial pasara de 100 mil habitantes a 3 mil millones, en el intervalo que va desde mil millones de años antes de Cristo a 10.000 a. C. La invención de la agricultura y el riego produjeron un nuevo salto en la población que para el año 1.000 d. C. ascendía a 250 mil millones. A su vez, la segunda revolución agrícola aceleró el crecimiento de la población hasta alcanzar los 800 mil milones de personas a mediados del siglo XVIII.
Luego de ello, las mejoras en la nutrición, en la medicina y en las condiciones de vida generaron una fuerte caída en la tasa de mortalidad, que al no modificarse la natalidad, resultó en un aumento en el crecimiento de la población y de la expectativa de vida. Estas mejoras no sólo incrementaron la fuerza laboral en un 25%, sino que además la calidad del esfuerzo mejoró en un 56%, por lo que la mayor población fue acompañada por un producto 95% mayor (Fogel). Así, el mundo pasaba de la primera etapa de la transición demográfica (tasas de natalidad y mortalidad elevadas) a la segunda. Para el año 1800, la población mundial superaba los mil millones de personas, lo cual, sumado a su densidad y a los conocimientos acumulados derivó en la Revolución Industrial.
Estas mejoras en el ingreso, en la expectativa de vida y el crecimiento de la población dieron lugar a la primera fase del bono demográfico, donde la producción es impulsada por el aumento de la cantidad de trabajadores en edad productiva. Al mismo tiempo, las mejoras tecnológicas no sólo generaron mayores ingresos, sino que además incrementaron el costo de oportunidad de traer hijos al mundo, lo cual redujo la tasa de natalidad (3° Fase de la TD). A su vez, mientras bajaba la tasa de dependencia se gestaba una mayor tasa de ahorro, que al transformarse en inversión aceleró el crecimiento, lo cual permitió al mundo ganar el segundo bono demográfico. Naturalmente, este proceso es finito y el mismo culmina cuando la población queda constante (4° Fase de la TD).
Respecto al caso de América Latina, si bien el primer y el segundo bonus demográfico son una oportunidad que nos brinda la demografía, hay que ganarlos. Para ello, en primer lugar resulta clave flexibilizar el mercado laboral para los nuevos ingresantes. A su vez, resultan cruciales las mejoras del sistema de salud, de modo tal que los nuevos adultos estén en condiciones físicas y mentales para trabajar. Por otra parte, este proceso debe ser acompañado por mejoras en la educación, de modo tal que los ingresantes a la fuerza laboral no sólo sean más productivos, sino que además tengan una mayor capacidad de adaptación a las nuevas tecnologías (siendo la apertura económica y el sistema de precios los mejores canales de transmisión). Finalmente, estas medidas deben ser conjugadas en una macroeconomía estable que potencie el ahorro y un marco institucional que proteja los derechos de propiedad tal que favorezca a la inversión. En definitiva, no sólo la convergencia es viable, sino que además es posible acelerarla. Sin embargo, ello implica pensar con una perspectiva centenaria. Ya hemos perdido la década del ’70 por la inestabilidad institucional, la del ’80 por la crisis de la deuda y la de de los ’90 ha dejado un resultado mixto. Por lo tanto, si no modificamos nuestra conducta, no sólo perderemos esta oportunidad, sino que además condenaremos a millones de personas a vivir en un lugar mucho peor.