Tecnología, empleo y la falacia ludista

Javier Milei

Recientemente, el Banco Mundial, en su informe sobre el desarrollo mundial que lleva por título Dividendos digitales, señala, en su resumen inicial, que si bien “las tecnologías digitales se han extendido rápidamente en gran parte del mundo, sus dividendos digitales —los beneficios más amplios en términos de desarrollo derivados de la utilización de estas tecnologías— no avanzaron en la misma medida. En muchos casos, las tecnologías digitales han impulsado el crecimiento, ampliado las oportunidades y mejorado la prestación de servicios. Sin embargo, su impacto agregado ha estado por debajo de las expectativas y sus beneficios se distribuyen de manera desigual”.

En este sentido, el informe intenta brindar una visión equilibrada entre los beneficios y los costos que tienen aparejados los progresos tecnológicos en materia de información y comunicaciones. De este modo, en el documento se hace un racconto de los potenciales impactos positivos que podrían derivar de ello, tales como: la promoción de la inclusión, el aumento de la eficiencia, el estímulo a la innovación, la promoción del comercio, la mejor utilización del capital, la mayor competencia, la creación de nuevos empleos, el aumento de la productividad de los trabajadores y el incremento del excedente del consumidor (bienestar individual derivado de la diferencia entre lo que se está dispuesto a pagar y lo que efectivamente se paga). A su vez, también se señala que: puede hacer que los Gobiernos sean más capaces y receptivos, que haya mayor participación, que se incremente la capacidad del sector público y que se fomente la voz ciudadana.

Paralelamente, dentro de los riesgos se señalan: la concentración del poder de mercado, el aumento de la desigualdad sin una contrapartida en materia de eficiencia y que, cuando los Gobiernos no rindan cuentas de sus actos, el resultado será un mayor control y no un aumento del empoderamiento y de la inclusión de la población. Si bien el primer punto podría haber sido una fuente de debate sobre la posibilidad de una tasa de crecimiento sostenida en el tiempo (fruto de los rendimientos crecientes a escala) y las desavenencias del herramental neoclásico al momento de trabajar con los monopolios, o, en cuanto al último de los puntos señalados, abrir la discusión sobre los riesgos del accionar del Estado en términos de pérdidas de libertades individuales, han sido los ludistas (movimiento de artesanos ingleses que durante la Revolución Industrial se opuso a las máquinas que restaban empleos) los que han alzado sus voces con mayor fuerza por los efectos potenciales sobre el empleo en lo concerniente al segundo de los riesgos.

 

Porcentaje de empleos que pueden automatizarse

GRAFICO PAINT

Fuente: Informe sobre el desarrollo mundial, Dividendos digitales, Banco Mundial

 

Concretamente, en lo concerniente a la evolución del empleo, el informe señala que desde un punto de vista tecnológico, dos terceras partes de los empleos del mundo en desarrollo pueden automatizarse. Al mismo tiempo, el análisis del organismo señala que Argentina es el país con mayor potencial de automatización (más del 60% de su estructura de empleo), lo que supera muy ampliamente a otros países como la India, Sudáfrica, Uruguay, China y el promedio de todas las naciones de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE).

Adicionalmente, el informe señala: “La redistribución de la renta entre factores de producción —del trabajo al capital— y la disminución de la proporción de empleos de nivel medio en muchos países, se debe, por lo menos en parte, a la creciente automatización incluso de muchos trabajos de oficina. Cuando los trabajadores tienen las habilidades necesarias para sacar provecho de las tecnologías, se vuelven más productivos y sus sueldos aumentan. Cuando no las tienen, compiten con otros por empleos de bajo nivel, y provocan así una mayor baja de los sueldos en estos trabajos”. De modo tal que dadas las implicancias distributivas, a las voces de los ludistas se sumó el coro de los resentidos, que claman por un distribución del ingreso “más justa”, sin darse cuenta de que el proceso de producción no es independiente de la distribución (para ello, ver Erika Kirsner, 2000, para tener conciencia de la disparatada idea al respecto de John Stuart Mill).

Si bien el argumento de la distribución del ingreso es altamente cuestionable desde un punto de vista ético (ya que la redistribución siempre implica un acto violento), es comprensible, porque el sentimiento de envidia ha acompañado al hombre a lo largo de todo su existencia. Sin embargo, menos aceptable (al menos para un economista de formación razonable) es incurrir en la falacia ludista del odio a la máquina. De hecho, si fuese cierto que la introducción de la maquinaria es causa de creciente desempleo y miseria, las deducciones lógicas asociadas serían revolucionarias, no sólo en el aspecto técnico, sino también en lo que se refiere a nuestro concepto global de la civilización. No sólo tendríamos que considerar calamitoso todo futuro progreso técnico, sino que deberíamos contemplar con igual horror los progresos técnicos alcanzados en el pasado.

Veamos la falacia con un muy simple ejemplo. Supongamos que un fabricante de telas tiene conocimiento de la existencia de una máquina capaz de confeccionar abrigos, empleando tan sólo la mitad de la mano de obra que anteriormente se precisaba. Así, instala la maquinaria y despide a la mitad del personal. Parece a primera vista que ha habido una evidente disminución de ocupación. Ahora bien, la propia máquina requirió mano de obra para ser fabricada, aunque dicho efecto no alcanza a compensar al precedente.

Ahora bien, la incorporación de la máquina al proceso productivo le permite al empresario producir los mismos abrigos pero a menor costo, lo cual deriva en un aumento extraordinario de las ganancias. Frente a esta situación, este se podría emplear de tres maneras: ampliación de sus instalaciones, con adquisición de nuevas máquinas para hacer un mayor número de abrigos; inversión en cualquier otra industria por la vía del ahorro; e incremento de su propio consumo. Por lo tanto, cualquiera de estas tres posibilidades ha de producir demanda de trabajo. En otras palabras, como resultado de sus economías, el fabricante obtiene un beneficio que no tenía antes. Cada centavo ahorrado en salarios directos, por haber podido disminuir el importe de sus nóminas, ha de ir a parar indirectamente a los obreros que construyen la nueva máquina, a los trabajadores de otras industrias o a aquellos que intervienen en la construcción de una nueva casa, automóvil o cualquier otro tipo de bien que consuma el fabricante de abrigos. En cualquier caso, proporciona indirectamente tantos empleos como los que directamente dejó de facilitar.

A su vez, estos beneficios extraordinarios para el productor harán que sus competidores imiten su accionar, por lo que no solamente se incrementará la demanda de maquinarias (y con ello el empleo en dicho sector), sino que además, al aumentar la oferta de abrigos, sus precios caerán, por lo que los consumidores podrán disfrutar de una mayor cantidad de abrigos y según sea la elasticidad precio de la demanda, de una mayor cantidad de otros bienes, por lo que con ello habrá mayor cantidad de puestos de trabajo.

En definitiva, las máquinas, los perfeccionamientos técnicos, las economías de escala y mayor eficiencia no dejan sin trabajo a los individuos, sino que incrementan el nivel de bienestar. Si llevamos la situación a un caso mucho más extremo: cada vez que se produce un avance en el campo de la medicina que prolonga la esperanza de vida se quedan sin empleo personas que trabajan en casas velatorias, sepultureros, trabajadores de los cementerios y los que se dedican a la producción de féretros. ¿Cómo tomaría usted si aparece algún economista ludista —al margen de la falacia— haciendo campaña por la muerte? Yo, en principio, le diría que se olvide del nefasto óptimo de Pareto. Usted dígale lo que quiera, aunque le pido que no me haga responsable de ello.