Probablemente pocas cosas resulten más frustrantes, no ya para un especialista en temas monetarios, sino para un simple economista de formación básica, que tener que estar discutiendo sobre las causas de la inflación. De hecho, la simple observación de que los precios que ingresan en el índice de precios al consumidor (y también en el resto) están denominados en unidades monetarias debería ser una muestra más que suficiente para que los economistas keynesianos-estructuralistas-marxistas locales pudieran comprender la naturaleza monetaria del proceso. Esto es, así como cuando aumenta la oferta de cualquier bien por encima de su demanda (dado todo lo demás como constante), su precio respecto al resto de los bienes cae, con el dinero pasa exactamente lo mismo. De este modo, cuando sube la cantidad de dinero por encima de su demanda, el poder de compra de la unidad monetaria se reduce y, con ello, la cantidad de dinero que se necesita para comprar la misma cantidad de bienes sube. Así, cuando esta suba en los precios monetarios (pérdida del valor del dinero) es persistente en el tiempo, se define como inflación.
Sin embargo, pese a más de cinco mil años de evidencia empírica mundial, las lecciones monetarias de gigantes como Ludwig von Mises, Friedrich von Hayek, Milton Friedman y Robert Lucas Jr., entre otros, y junto a la experiencia local de los últimos setenta años (momento en el cual Juan Domingo Perón nacionalizó el Banco Central), en los que se le quitaron trece ceros a la moneda, pasando por dos hiperinflaciones, resulta casi imposible de creer que no se haya aprendido nada sobre el tema. Es más, parecería que para la gran mayoría de los economistas argentinos es imposible de asimilar la famosa consigna del padre del monetarismo, que señalaba: “La inflación es siempre y en todo lugar un fenómeno monetario y esta se contuvo solamente cuando se impidió que la cantidad de dinero continuara creciendo demasiado rápidamente; y este remedio resultó eficaz, se hubieran adoptado o no otro tipo de medidas”.
Dentro de dicho debate ingresan las recientes definiciones del ministro de Hacienda y Finanzas, Alfonso Prat-Gay, cuando afirmó: “Si quisiéramos terminar con la inflación en dos meses, la única receta sería la del ajuste, con la pérdida de fuentes de empleo y una menor actividad económica, pero nosotros no vamos a adoptar medidas que afecten a los más humildes”. En este sentido, la fase en cuestión no es más que una referencia directa a lo que técnicamente se conoce como la curva de Phillips, que intenta capturar la relación (supuestamente negativa) entre la tasa de inflación y el nivel de desempleo.
Dicha curva tiene su origen en un trabajo de William Phillips de 1958, quien, estudiando datos sobre la tasa de variación de los salarios nominales y la tasa de desempleo para Gran Bretaña durante el período que va desde 1861 a 1957, encontró una relación negativa. Así, en la medida en que la tasa de desempleo se achicaba, la tasa de variación de los salarios aumentaba. En función de esto, Richard Lipsey (1960), en perfecta sintonía con el capítulo 21 de la Teoría general de John M. Keynes, asumió que los precios se determinaban como una proporción fija por encima de los costos laborales, por lo que la relación pasó a vincular la tasa de inflación con la tasa de desempleo (creyendo que con ello daban respuesta al desafío lanzado por Milton Friedman, que señalaba la incapacidad del modelo keynesiano para dar respuesta a la tasa de inflación).
En ese mismo año, los keynesianos Paul Samuelson y Robert Solow dieron formato empírico para dicha recomendación tanto en los Estados Unidos como para Gran Bretaña. Así, con esta nueva herramienta, los políticos se lanzaron al diseño de políticas que les decían cuánto más de inflación se debía soportar si querían bajar el desempleo y viceversa.
Sin embargo, al igual que en otras tantas oportunidades, Milton Friedman se presentó para estropearles la fiesta a los keynesianos y, junto con ellos, a todos los políticos derrochones. En este sentido, el Coloso de Chicago afirmaba que los individuos no eran estúpidos, como sostenían de modo implícito los keynesianos, sino que en el medio aprendían cómo trabajaba la economía. De este modo, cuando el Banco Central aumentaba la tasa de creación de dinero, en el corto plazo las empresas creían que su precio relativo mejoraba, por lo que se lanzaban a producir más y con ello a contratar más trabajadores por un mayor salario. Los asalariados, creyendo que su salario real estaba subiendo, aumentaban la cantidad de horas trabajadas. Todo esto derivaba en un aumento transitorio de la producción (pasaje del punto 1 al punto A en la curva CPcp0 del gráfico, con una tasa de desempleo μA y una inflación Πb). Ahora bien, cuando los agentes descubrían que la tasa de inflación había aumentado, incorporaban dicha información (las expectativas se adaptaban con el nuevo dato de inflación), lo cual generaba una nueva curva de Phillips de corto plazo (CPcp1), que implica volver a la original tasa natural de desempleo μ*, pero con una mayor tasa de inflación (punto 2). En el fondo, Milton Friedman sostenía que si bien existía una relación de intercambio entre inflación y desempleo, esta era de corto plazo y que, cuando los individuos se adaptaban a la nueva tasa de inflación, dicho efecto desaparecía (línea vertical para el largo plazo CPlp). Es más, en esta misma línea, Edmund Phelps (1968) sostenía que la única posibilidad de conseguir de modo sistemático que la tasa de desempleo se ubicara por debajo de la tasa natural era acelerando continuamente la tasa de inflación.
Curva de Phillips aumentada por expectativas de inflación
Fuente: Elaboración propia con base en Milton Friedman 1968 y 1976
Finalmente, en el año 1972 (y validado empíricamente en el año 1973), apareció Robert Lucas para sepultar a la tristemente célebre curva de Phillips con el argumento de las expectativas racionales. Así, cuando los agentes forman sus expectativas de modo racional y conocen cómo diseña la regla de política monetaria el Banco Central (la fuente de generación de inflación), frente a un cambio de regla que conlleva una mayor emisión monetaria, la economía pasa del punto 1 al 2 sin ninguna ganancia en términos de actividad y nivel de empleo. En este sentido, la única forma de lograr una mejora de actividad y empleo es mediante el engaño deliberado por parte de la autoridad monetaria, efecto que no sólo duraría muy poco tiempo, sino que además su repetición sistemática en el tiempo dejaría cada vez menores dividendos.
En función de todo esto, lo que hemos aprendido la mayor parte de los economistas del mundo es que, cuando un Banco Central es creíble, podría bajar la tasa de inflación sin caídas en el nivel de empleo con el simple hecho de anunciar una nueva regla monetaria consistente. Por lo tanto, a la luz de las declaraciones del ministro surgen por lo menos dos alternativas: se encuentra abrazado a las erróneas premisas keynesianas previas a los resultados derivados por Milton Friedman y Robert Lucas Jr.; o considera que si lanzara un plan de ataque frontal contra la inflación, este no sería creíble. Esto es, en cualquiera de las dos situaciones, la señal es mala, ya sea porque implicaría haberse quedado en la teoría económica de los sesenta, o porque considera que carece de credibilidad suficiente como para lanzar un plan con las características que requiere la presente situación económica y social argentina.