Durante los últimos dos siglos, en especial durante el siglo XX, los progresos de la humanidad en términos de bienestar han sido enormes. Así, mientras que en los siglos que van desde el I al XVIII el producto per-cápita creció un 40,8% (lo cual se concentra sobre los siglos XIV y XV), durante los últimos dos el crecimiento fue de un 817,7%, que se descompone en una tasa del 92,0% en el XIX y 378,1% durante el último siglo. Al mismo tiempo los datos dan cuenta de un proceso de aceleración, lo cual se puede apreciar en la cantidad de años que demandó duplicar el PIB per-cápita. Cronológicamente, el primero en lograrlo fue el Reino Unido que tardó 58 años (1780-1838), luego lo siguieron Estados Unidos con 47 (1839-1886), Japón con 34 (1885-1919), Italia con 21 (1890-1911), España con 18 (1950-1968), Corea del Sur con 9 (1978-1987) y China con 7 (1987-1994).
El dato es que la tasa de crecimiento de la economía mundial se ha acelerado con el paso del tiempo y esta tendencia no puede atribuirse solamente a las fuerzas de la acumulación de factores productivos (capital y trabajo), las cuales si bien pueden explicar la convergencia, la presencia de rendimientos marginales decrecientes (cada nueva unidad de producción requiere de una mayor cantidad de insumos) las deja de lado en la explicación de un crecimiento permanente. Para conciliar esta aceleración del crecimiento con el proceso de acumulación, el cambio tecnológico tiene que aumentar con el paso del tiempo a un ritmo lo suficientemente rápido como para contrarrestar las limitaciones de la producción.
En 1990, Paul Romer, insatisfecho con su trabajo original de 1986 que daba origen a la teoría del crecimiento endógeno (basándose en la presencia externalidades del conocimiento, ello generaba rendimientos crecientes, lo cual permitía crecer con mercados perfectos), desarrolló un modelo de corte schumpeteriano a los fines de estudiar la evolución de la productividad en función de la generación de ideas.
En este nuevo marco, las empresas invierten recursos en I&D con el fin de desarrollar nuevos productos, los cuales son protegidos por patentes. De esta forma los innovadores consiguen un poder monopólico que pueden utilizar para obtener más beneficios y los beneficios adicionales dan incentivos para invertir en I&D. Al mismo tiempo, dado que el conocimiento no es un bien rival y sólo es parcialmente excluible, ello permite a otros innovadores nutrirse de las nuevas ideas a menores costos amplificando los beneficios sociales de la I&D. En estas circunstancias, el stock de conocimientos al que pueden acceder los innovadores es función de los esfuerzos anteriores dedicados a la I&D, por lo que cuanto más I&D se haya realizado, mayor el stock de conocimientos, lo cual hará que la nueva I&D sea más barata y con ella crezcan los incentivos a seguir creando nuevas ideas.
Bajo este nuevo esquema, las instituciones se vuelven fundamentales. El rendimiento privado de la I&D depende, entre otras cosas, del tiempo de duración de las patentes, la protección de las marcas registradas, la eficacia del sistema jurídico para proteger los derechos de propiedad intelectual y la naturaleza del entorno económico en el que operan las empresas. A su vez, el ahorro juega un rol determinante, donde a mayor nivel de dicha variable, no sólo el producto per-cápita es más alto, sino que además la tasa de crecimiento permanente es más alta.
En función de ello, si el mundo lograra crear la suficiente cantidad de ideas como para sostener un tasa de crecimiento en torno al 4% (algo factible a la luz de la convergencia) durante el siglo XXI, el GDP per-cápita al inicio del próximo siglo sería 50,5 veces mayor que el del 2000. Esto es, la tasa de crecimiento económico se habría acelerado a un 4950,5% (llevándonos a una singularidad económica), por lo que el factor de expansión no sólo sería 10,6 veces mayor al del siglo XX, sino que además sería 3,9 veces superior a lo logrado durante los últimos 20 siglos.
Por lo tanto, cabría preguntarse cuántas ideas potenciales hay antes de que se arribe al temido estado estacionario. Para responder a ello, supongamos que sólo consideramos las instrucciones que pueden escribirse en un párrafo de 100 palabras o menos (típico resumen de un artículo científico). A su vez, la lengua inglesa (idioma dominante en publicaciones) contiene cerca de 20.000 palabras. En función de ello, la cantidad de párrafos con ideas diferentes que podemos crear está dado por 20.000 elevado a la 100, que es mayor que 10 elevado a la 430 (esto es, un 1 seguido de 430 ceros). Aunque la mayoría de estas combinaciones no tendrán sentido, otras describirían el teorema fundamental del cálculo, la teoría de la evolución de Darwin, la teoría microbiana de la enfermedad de Pasteur, la fórmula química de la penicilina, la estructura del ADN y quizás un motor para propulsar las naves espaciales en el futuro.
Supongamos además que sólo 1 de cada 10 elevado a la 100 de estos párrafos contienen una idea coherente. De este modo, los párrafos posibles ascenderían a 10 elevado a la 330, cifra tropecientos millones de veces mayor que el número de partículas que hay en el Universo. En definitiva, tal como afirmara el padre de la teoría del crecimiento endógeno: “Todas las generaciones han reparado en los límites que impondrían al crecimiento unos recursos finitos si no se descubrieran nuevas ideas. Y todas las generaciones han subestimado las posibilidades de encontrar nuevas ideas. Cometemos sistemáticamente el mismo error de no darnos cuenta de cuántas ideas quedan por descubrir”.