Por: Jesús Acevedo
El 13 de marzo de este año, Jorge Mario Bergoglio fue electo por los miembros del Colegio Cardenalicio como Papa de la Iglesia Católica y Jefe de Estado de la Ciudad del Vaticano.
Desde esa fecha hasta el día hoy, todas las noticias mundiales han girado en torno a los gestos y mensajes que aparentarían buscar un “giro de timón” en la actual conducción de la Iglesia, por parte del Sumo Pontífice.
Podrían enumerarse una gran cantidad de ejemplos que demuestren esto, pero quizás el más relevante sea la elección del nombre “Francisco”. En propias palabras del ex Cardenal de Buenos Aires, “Francisco es el hombre de la paz. Y así, el nombre ha entrado en mi corazón: Francisco de Asís. Para mí, es el hombre de la pobreza, el hombre de la paz, el hombre que ama…”. Sin lugar a dudas, una elección que en sí misma expresa mucho más que un nombre.
Sin querer pecar de excesivamente optimista, o de apresurado, la elección de un Papa latinoamericano con un discurso innovador, moderno y revolucionario pareciera haber traído al mundo cristiano (más de 1.200 millones de personas) una renovadora dosis de fe y esperanza. Es que “el cambio”, con Bergoglio a la cabeza, empieza a parecer posible. O al menos no tan lejano.
Hoy en El Vaticano se está hablando de una Iglesia pobre, para los pobres. Se habla de castigar la corrupción, de terminar con la vida de privilegios, de enfrentar a los encubridores de delitos aberrantes (como la pedofilia), y de modernizar algunas viejas costumbres, que ya no representan del todo a sus fieles. Hoy… en la Iglesia se está hablando de unidad, paz y también de amor.
Quizás la buena noticia es que el mensaje revolucionario ha surgido de la propia Iglesia, que en tantas oportunidades del pasado ha demostrado ser conservadora, y reacia a cualquier tipo de cambio. Desde esta misma Institución, se intentará expandir este concepto a todos sus fieles y seguidores del mundo. O al menos esa pareciera ser la expectativa de Francisco.
El impacto en Latinoamérica, y puntualmente en nuestro país, ha sido muy alto: es la primera vez en la historia que un Papa surge del continente, y su prédica pareciera ser acorde a lo que la región está demandando. ¿Será acaso la pobreza, la injusticia, la corrupción despiadada y la suma de privilegios desmedidos de quienes gobiernan la mayor falencia del continente? ¿O tal vez la falta de aplicación de conceptos como el perdón o la unidad, los que nos preocupan a quienes habitamos el suelo latinoamericano?
Cualquiera sea la respuesta a estos interrogantes, hay una realidad que se nos presenta como ineludible a los ojos: hay un mensaje de renovación, que surge desde la más alta esfera del poder eclesiástico mundial.
Paradójicamente, y para darle un simbolismo aún más fuerte, el vocero de tamaña expresión, es argentino.
La gente en nuestro país lo celebra como un logro propio, como un orgullo nacional. Pero más allá de la alegría de compartir la nacionalidad con el máximo referente de la Iglesia, considero que lo que más entusiasma es la idea de hacer propio su mensaje para nuestro país, y de darnos una oportunidad para la paz, la unión y para combatir las cosas que creemos nunca pueden cambiar. El Papa es Francisco, y es argentino. Démosle la oportunidad de escuchar lo que tiene para decir…